viernes, 2 de diciembre de 2011

El guardián en el vergel

En su primera novela, ya está todo McCarthy. Toda su dureza. Como en Meridiano de sangre y en No es país para viejos. Cuando leo esos libros, me doy cuenta de que nunca seré capaz de escribir una línea como él, a pesar de que, hace unos años, cuando lo descubrí, a fe que lo intenté. Incluso escribí un relato mccarthiano (ver infra), una torpe imitación.

Leí el elogio de Bloom hace muchos años, pero, por alguna razón, no me adentré en la obra de McCarthy. Incluso, le catalogaba como uno de esos escritores sensibleros, del tipo Robert James Waller o Nicholas Evans.

Entonces, hace tres años, fui al cine. No sabía lo que me iba a encontrar: si por un lado era una película de los Coen, por otro, la protagonizaba Javier Bardem, un actor que no soporto. Al final, fueron las dos mejores horas que he pasado en los últimos tiempos. La película era maravillosa, malgré Bardem, que de todos modos hacía un papel que le venía como anillo al dedo; creo que su secreta aspiración es formar parte de una checa, en ser el tipo de asesino que es Chigurh. Poco después de ver la película busqué como un loco todos los libros de McCarthy, aunque todavía tenía el temor de que de una mala novela se había sacado una buena película. Estaba equivocado. No es país para viejos es una novela genial, una de las mejores que jamás haya leído. Basta abrirla por cualquiera de sus páginas para encontrar alguna maravilla. Meses enteros la he tenido en la mesita de noche, pagineando.

Después leí otros libros de McCarthy: Meridiano de sangre, que, aunque difícil, también me dejó impresionado, La carretera, El guardián del vergel... A veces creo que La carretera se ha llevado los premios que, quizá, le hubieran correspondido a No es país para viejos. Por eso no me acaba de gustar esa novela.



Mi imitatio de McCarthy:

Brownfield County

Había advertido que el motor se estaba calentando cuando pasó por Troy. De eso hacía algo más de dos horas. A diez o doce millas había dejado el cartel de entrada de Brownfield County. El sol se estaba poniendo por el horizonte y el cielo había adoptado una tonalidad rojiza. Trató de pensar si el tipo tenía una garrafa de agua en el maletero. No, no la tenía. No le apetecía quedarse tirado en medio de ninguna parte.

Weiss metió el coche en el arcén. Se quedó con la mirada perdida en la larga recta que era la carretera, las manos apoyadas en el volante. De debajo del capó salía vapor de agua. Miró el retrovisor. Lejos, detrás, aparecieron dos luces. De pronto imaginó lo que iba a suceder.

Las luces se acercaban. Era una ranchera. Salió del coche y se puso en medio de la carretera. Levantó la mano derecha. El conductor era un jovenzuelo que llevaba una camiseta de tirantes. De copiloto había una adolescente de no más de quince años. Quizá tuviera dieciséis.

La ranchera frenó y paró detrás del Chevrolet Impala de Weiss.

-¿Qué le pasa, amigo? –le preguntó el chico en español.

-Se me ha calentado el motor –dijo Weiss.

El chico debió comprender que el hombre, a pesar de la piel oscura y los cabellos castaños, no era mexicano.

-La gasolinera del viejo Teddy está a unas tres millas.

Weiss no respondió al chico. Observó la pegatina amarilla que había en el parabrisas.

-¿Me podrías llevar? –le preguntó por fin.

-Suba –le dijo el chico.

Weiss cogió la bolsa. Sacó la llave del contacto y se la metió en el bolsillo, aunque su primera intención había sido arrojarla al desierto.

La adolescente se apartó para dejar sentarse a Weiss. Este colocó la pesada bolsa entre las piernas.

El coche arrancó.

-Así que usted es de Albuquerque.

-¿Qué?

-Vi la matrícula de su coche.

-Ah, sí, Albuquerque.

En la radio sonaba música de negros.

-Tengo un tío en Albuquerque –le dijo el chico.

La adolescente llevaba unos desgastados vaqueros. Iba descalza. Weiss miró las uñas de los pies. Ella se dio cuenta y se acercó más al chico.

-¿Hay por aquí algún motel?

-A unas veinte millas, en Los Pinos.


Weiss había lanzado una mirada al marcador de combustible. Estaba casi vacío. Pensó que el sheriff de Brownfield debía conocer todos los vehículos del condado.

***

La adolescente encendió un cigarrillo y se lo puso en los labios al chico, que bajó la ventanilla.

Todos parecían escuchar la música.

-Aparca en el arcén.

-¿Qué?

-Te digo que aparques en el arcén.

Weiss le mostró la pistola.

El chico se acercó al arcén y aparcó la ranchera.

-Oiga, señor, sólo tengo sesenta dólares.

-Cállate –ordenó Weiss-. Bajad de la ranchera.

El chico abrió la puerta y salió. La adolescente, que le había cogido la mano, le siguió.

-Llévese la ranchera. No nos ha…

El disparo le destrozó la cara. La chica estaba sorprendida. Giró el rostro. Eso pilló desprevenido a Weiss, que había realizado otro disparo. La bala le destrozó a la adolescente la oreja derecha. Rápidamente hizo fuego de nuevo. Esta vez la bala le arrancó medio cuello a la chica.

Weiss esperó que los casquillos se enfriaran y se los metió en el bolsillo de la camisa. Abrió la puerta, dio la vuelta a la ranchera y se acercó a los cadáveres. Primero arrastró a la adolescente y después llevó al chico. Los escondió detrás de unos matorrales. En la carretera había una gran mancha de sangre. La gente creería que habían atropellado un coyote.

Weiss subió a la ranchera por la puerta del conductor y, antes de darle a la llave del contacto, apagó la radio. Le gustaba escuchar el ruido del motor. Arrancó y dio la vuelta.

Paró delante del Impala. Se bajó de la ranchera y se dirigió a su coche. Subió y sacó de la guantera un estropeado mapa de carreteras del Estado. Lo estuvo mirando durante un tiempo, hasta que se dio cuenta de que el sol se había puesto al oeste. Trató de pensar.

Hizo un intento de arrancar su coche, pero el motor estaba muerto. Lo puso en punto muerto y se bajó. Lo empujó hasta alejarlo de la carretera. Su primera intención había sido quemarlo, pero decidió dejarlo allí. El sol lo achicharraría en unos pocos días.

Weiss se apoyó en el capó y permaneció un tiempo mirando el horizonte por donde acababa de ponerse el sol. Un tenue resplandor rojizo era lo que restaba.

Después regresó a la ranchera y la arrancó. Miró preocupado el marcador del depósito de gasolina. Debería hacer una parada en la gasolinera de Teddy.

***

-Necesito llegar a Amarillo esta noche –dijo Weiss, como si hablara solo.

-¿Qué?

-Te daré quinientos dólares si me llevas Amarillo.

-¿Quinientos pavos?

-Setecientos –corrigió Weiss-. Ni un centavo más.

El chico pareció pensar.

-¿Y qué pasará con su coche?

-Vendrán a llevárselo por la mañana.

-Vale, tío. Te llevaré a Amarillo.

Weiss le tendió a la chica el dinero.

-Apaga la radio –dijo Weiss.

-¿Qué?

-Que apagues la radio.