domingo, 30 de diciembre de 2012

Políglota


Me gustaría ser Cansinos Assens, que se jactaba de saludar a las estrellas en catorce idiomas, o César Vidal, pero Dios no me ha dado la capacidad de aprender muchas lenguas. Supongo que, si mis padres hubieran emigrado a Cataluña, como hicieron otros en el pueblo, ahora hablaría un catuñol indignante. En el instituto estudié griego, pero no pasé más allá de las declinaciones. Del latín no recuerdo nada, a pesar de todos los sobresalientes. Tengo un certificado B1 de francés, pero las películas galas me resultan tan incomprensibles como las chinas. En inglés poseo un certificado B2, lo que me calificaría para dar clases bilingües. Sin embargo, soy incapaz de articular la frase más sencilla en inglés. Nabokov decía que hablaba como un niño; yo no llego ni siquiera a eso. Incluso sufro problemas con el castellano. I'm useless.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Los teófagos

El monje se quedó en silencio. Los bárbaros le habían escuchado con atención y ahora parecían estar meditando sus palabras.

-¿De modo que, para adorar a tu dios, hay que comerlo?

El monje caviló rápidamente.

-Sí, de alguna forma. Simbólicamente.

-¿Simbólicamente? ¿Eso qué significa? Nosotros no adoramos a Świętowit simbólicamente. Nosotros le rezamos, le levantamos templos, le ofrecemos prisioneros y, cuando la suerte de la guerra se nos presenta aciaga, cuando no tenemos prisioneros, nos ofrecemos a nosotros mismos.

El monje sintió que tenía la garganta seca. Cerca de él vio a su hermano Teodoro para recordarle que aquellas palabras no eran una broma. Le habían arrancado ya los brazos y aquellos bárbaros los habían arrojado a su ídolo.

lunes, 10 de diciembre de 2012

La higienista dental



Bismarck se equivocó al afirmar que lo peor había pasado después de entrar en la consulta del dentista. El viernes, cuando te reconstruyeron el empaste, fue un día horroroso, aunque menos terrible que hoy, en que tocaba la limpieza.

Cuando entras, la recepcionista te saluda pronunciando tu nombre, algo que te molesta, que odias, y te dice que tendrás que esperar un poco. Te quitas el abrigo, te sientas y coges una de las manoseadas revistas que hay en la mesilla. Te pones a mirar las fotos.

De repente, aparece la higienista. Tu sorpresa es mayúscula.

–¿Te acuerdas de mí? –te pregunta.

¡Demonios! Sí, claro que la recuerdas. Estaba en aquel 3º C espeluznante. Ella… Ella…. En las sesiones de evaluación la llamabais la Niña del Exorcista.

–Sí. ¿Aquí trabajas? –le replicas, tratando de mostrarte afable.

Ella está mirando el cuadrante con las citas. Pasea su dedo perverso por los nombres allí anotados. Se gira y te lanza una sonrisa demoníaca.

–Ahora mismo estoy contigo.

Sientes una conmoción. ¿Qué diablos hace esa trabajando aquí? ¿Es que no hacen pruebas psicológicas a sus empleados? La consternación inicial va dando paso al pánico, al terror. Piensas que, después de todo, no todo es culpa suya. Erras un profesor horrible, horrendo: entrabas en clase, anotabas los ejercicios que tenían que hacer en la pizarra y te ponías a leer el periódico. No te importaba lo que hicieran, lo que ella hiciera.

Sigues con la revista apoyada en la rodilla, sin poder leerla . Pasa otra vez por delante de ti. La ves escribir algo en el móvil, algo así como: Tía, no te puedes imaginar quien está aquí. El payaso ese. Ahora se va a enterar. Te viene a la cabeza el triste destino de Tojo que, prisionero de guerra, fue atendido por dentistas estadounidenses: le dejaron la boca como la de un hotentote.

De repente, la recepcionista se levanta con una carpeta en la mano y entra en un despacho. A través de la puerta de cristal ves que está hablando con alguien. No lo piensas dos veces. Sales corriendo, sin mirar atrás, como si te persiguieran una legión de enloquecidos zombis.

Has recorrido unos metros cuando escuchas unos gritos a tus espaldas.

–¡Eh...! ¡Eh...! ¡EH......!

Toda la gente gira la cabeza, pero tú no te detienes hasta llegar al patio de la urbanización: estás exhausto. Sólo entonces te das cuenta de que te has dejado el abrigo en el dentista. ¡Dios de los dioses! Haces un rápido repaso de lo que tenías en los bolsillos: pañuelos, un almanaque del año 2008, una o dos bolsas de plástico, un condón que te dieron en el instituto hace seis o siete años, pilas, el reproductor de MP3. Lo peor ese esto último, pero mientras subes las escaleras piensas que ya tienes decidido qué regalo te va a traer San Nicolás.

Cuando llegas al piso está sonando el timbre del teléfono. Miras el número. ¡Es el del dentista!

sábado, 8 de diciembre de 2012

El dilema del eudemonista



¡Qué feliz me sentía cuando todo el mundo me creía infeliz!
Stendhal

—¿Puede repetir?

—Sí, ya se lo he dicho. Soy feliz, bastante feliz. Pero cuando… cuando pienso en la manera en que me ve el resto de la gente, me siento muy desdichado. Ellos no pueden comprender que yo soy feliz así, como vivo ahora.

El hombre hizo una pausa. Durante unos instantes contempló el cuadro que había colgado detrás del terapeuta: una mujer leyendo. 

—Soy consciente de que estoy haciendo infeliz a mucha gente —añadió por fin.

El eudemonólogo dejó de escribir y miró a su paciente. Todos los años de formación, miles de páginas leídas, cientos de cursillos y conferencias, nada de todo eso le había preparado para resolver aquel dilema.

viernes, 7 de diciembre de 2012

S.S.



Hoy, ahora mismo, vestida de cuero.

martes, 20 de noviembre de 2012

Completamente derrotado



Así me siento, completamente derrotado.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Fennelly

–Usted entiende ese idioma. ¿Qué dice en las últimas páginas?

Simmons ni siquiera se molestó en leerlas.

–Insultos al gobernador inglés. Se insinúa que su mujer se acuesta con un oficial escocés y que su hija ha sido vista en las reuniones de la causa.

A veces, Simmons resultaba así de directo. 

–¿Cómo es que aparece ahora Fennelly?

Por una vez, el gobernador vio a Simmons dudando.

–Fennelly está muerto, señor. Murió cuando era perseguido. Se ahogó.

–¿Y su cuerpo?

–Se lo llevó el mar. No lo encontraremos.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Isolotto di Costa Concordia

Isolotto di Costa Concordia

Un nuevo islote ha aparecido justo al lado de la isla de Giglio.

domingo, 28 de octubre de 2012

Los gusanos



Una de aquellas cosas se movía. Encendiste la luz y te diste cuenta de que eran una especie de gusanos, enormes, monstruosos, blancos. Rápidamente buscaste el cepillo de la cocina y los empujaste por el agujero del desagüe. En la pared había un bicho aún más grande, marrón, cubierto de pelos. Quizá, el que ponía los huevos. Lo empujaste al suelo y lo aplastaste. Dejó una marca oscura en el suelo cuando lo empujaste por el desagüe.

Decidiste fregar el cuarto de baño con lejía, pero no te queda, no tienes en casa. Nada de lejía. Tendrías que salir para conseguirla, vestirte, quizá encontrarte con alguien en la calle. No sabes si odias más que aquellos monstruosos gusanos reaparezcan o tener un mal encuentro en la calle.

sábado, 20 de octubre de 2012

She is still here



La semana pasada me llevé un buen sorpresón cuando presentó el programa la sustituta. No pude soportarlo. ¿Qué le había pasado a ella? ¿Estaba enferma? ¿Ha sido otra de las víctimas de las purgas de la nueva dirección de RTVE? ¿Habían decidido jubilarla? No, nada de eso. ¡¡Ha regresado!! Podré seguir viéndola los viernes por la noche, seguirá siendo el preludio de mis dos días de libertad semanales.

martes, 16 de octubre de 2012

Mi móvil


Mi móvil, mi maravilloso móvil... ¡se ha estropeado! Lo tenía desde hace ocho años, lo compré el mismo año en que ZP ganó rubalcabamente las elecciones. Ahora mi querido móvil se ha quedado sin batería; no hay forma de recargarlo.

lunes, 8 de octubre de 2012

La bancaria

Cuando la vi, sentí curiosidad por saber si llevaba pantalones o falda. De hecho, me aposté a mí mismo que se había puesto pantalones. Siete a uno. Tiene las piernas muy delgadas, esqueléticas; me recuerdan los cabos de un legón. Ella lo sabe y evita las faldas, o se tapa las piernas con botas de caña alta. 

Los coches que había aparcados me la tapaban, pero me di cuenta de que ella pasaría justo entre dos cuando yo llegara a su altura. Deseé que se hubiera puesto una falda. No tuve oportunidad de verlo. Había un todoterreno mal aparcado y un cupé bajaba a toda velocidad desde la plaza del Ayuntamiento. Supe que iba a invadir mi carril. Lo adiviné. Me eché a la derecha y el cupé pasó rozándome. 

Miré por el retrovisor, pero ella ya había desaparecido. ¿Qué diablos llevaba puesto?

domingo, 7 de octubre de 2012

Nefernefernefer



“Mi venganza había sido muy infantil, porque había salido de la Casa de la Muerte más rica que antes, y el único inconveniente que tuvo por causa de su estancia en aquel antro fue el olor a cadáver de que su piel se impregnó y que le impidió durante algún tiempo ejercer su profesión. De todos modos, Neferne¬fernefer tendría seguramente necesidad de un poco de reposo después de haber estado con los embalsamadores.” 

En Sinuhé el Egipcio, la cortesana Bellabellabella es uno de los personajes la que más llama la atención: su capacidad de sobrevivir a cualquier naufragio, su falta de escrúpulos, su desenvoltura, su pericia para salir adelante en el horror de la Casa de la Muerte. 

¿Y si Mika Waltari hubiera escrito su libro para vengarse de una Bellabellabella finesa? Se puede escapar de la Casa de la Muerte, pero no de una novela.


sábado, 29 de septiembre de 2012

La manifestación



Los manifestantes se detuvieron a unos metros de los policías, que habían permanecido inmóviles, impertérritos, sordos a los insultos. Unos y otros se miraban expectantes, silenciosos. Todos adivinaban lo que iba a ocurrir. Los manifestantes ya habían tratado otras veces de atravesar las cerradas filas de antidisturbios, y el resultado había sido el previsible: gritos, golpes, sangre, carreras, detenciones. El destino ya estaba decidido. Desde mucho tiempo atrás. Unos eran el yunque y otros, el martillo. “¡Adelante, compañeros!”, gritó alguien. Los de atrás empujaron a los que estaban delante, que vacilaban. Y comenzaron los gritos, los golpes, la sangre, las carreras, las detenciones.

martes, 25 de septiembre de 2012

Kaiko


Por la mañana le despertaron los tambores. Se sintió pesado. Juntó los rescoldos de la lumbre,  cortó otro trozo de carne de su hermano y lo puso en las ascuas. Bajó a la fuente a traer  agua. Recordó las veces que su hermano le había acompañado. Habían compartido el agua y la comida casi desde su nacimiento. Sintió que las lágrimas le corrían por el rostro. Se obligó a seguir comiendo.

domingo, 23 de septiembre de 2012

The Situation



Esa noche, Mike estaba en una disco de una pequeña ciudad de Mississippi. Nunca había oído hablar de aquel sitio y probablemente el nombre se le olvidaría en unos días. Por la tarde le habían hecho una entrevista en una radio local. No recordaba muy bien lo que había dicho, sólo que en un momento dado había gritado algo absurdo, que buscaba a una chica muy especial de Mississippi.

El contrato incluía lo habitual: limusina y hotel de cuatro estrellas, con microondas y televisión por cable. Hacía horas que había soltado su homilía por el altavoz de la disco. Ahora se trataba de que le vieran. Por eso había pagado la gente cincuenta pavos. Para verle.

A partir de las dos, decidió que ya estaba bien de estrechar manos y de posar. Comenzó a buscar esa chica especial con la que pasar la noche. Ya se le habían acercado varias. Despidió a una de ellas, que parecía demasiado joven. Mientras bebía, seguía entrevistando a las otras. Buscaba algo nuevo, diferente. 

–¿Qué tienes de especial?

–¿Qué?

–¿Qué es lo que te hace tan especial como para querer pasar la noche conmigo?

–Soy capaz de beber más que Snooki.

–Mi tatarabuelo fundó este pueblo.

–Tengo un antepasado semínola.

–Mi abuelo vino de Armenia.

–Rechacé a un senador que me invitó a tomar sopa. 

A Mike comenzó a dolerle la cabeza. La noche pasaba y todavía no se había decidido por ninguna. Por un momento pensó en llevarse a un hombre a la habitación, pero rápidamente desechó la idea. Aquello hundiría su reputación. Quizá no le llamarían nunca más para hacer bolos.

–Vamos a cerrar, tío –le dijo el tipo que le había contratado.

–Bien, macho.

Trató de buscar a la chica que le había dicho que su abuelo procedía de Armenia. Sonaba a exótico. ¿Dónde demonios estaba Armenia? ¿En Colombia? ¿No le había dicho su colega colombiano que era de Armenia? ¿Pero aquella chica de abuelo armenio no parecía colombiana?

De repente se apagaron casi todas las luces, dejando sólo las que marcaban la salida. Mike odiaba aquello. Lo siguiente sería encender las luces blancas y limpiar el local. Siempre había cosas desagradables en el suelo.

Firmó un último autógrafo a uno de los camareros y salió del local. Fuera hacía calor. Buscó con la mirada la limusina, y la encontró aparcada en el otro extremo de la calle.

–¿Te vas solo? –dijo una voz a sus espaldas.

Mike se dio la vuelta y la contempló. Llevaba un beduino negro. De su hombro colgaba un bolso enorme. Estaba gorda y tenía la piel blanquísima. ¡Qué demonios!, pensó.

–Tú te vienes conmigo.

Le indicó el coche. El hotel estaba a menos de cinco minutos. En el trayecto permanecieron en silencio. Cuando llegaron, Mike le dijo al chófer que lo recogiera a las diez. Su vuelo salía a las once y media. No recordaba cuál sería su próximo destino.

No hablaron hasta que llegaron arriba.

–No pareces la clase de chica que hace estas cosas. ¿No serás una maldita vampiresa?

Ella no respondió. Se había quitado las sandalias y contemplaba la habitación.

–Tengo en el bolso unas sopas muy buenas.

–¿Llevas las sopas en el bolso?

–Hay que estar preparada.

Mike fue a la cocina y cogió un vaso. Lo llenó de agua. Cuando regresó, ella estaba tendida en la cama viendo la televisión.

–No se ve la MTV –le dijo.

Mike no sabía si se trataba de una broma.

Sabes. No me gusta ese canal.

Ella se permitió una sonrisa.

–Creo que podemos ver una película en blanco y negro.

–No las soporto –dijo Mike.

–Ésta te gustará –replicó ella.

Mike había cogido uno de los sobres al azar y lo había vertido en el vaso. El agua se tiñó de rojo. Llevó el vaso al microondas. Mientras esperaba, comenzó a temer que la noche sería larga.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Pan duro

Quedaba pan de ayer. Lo cogí. Ella me miró y se levantó. Fue a la panera y trajo un coscorrón que debía llevar allí semanas.

–Veo que te gusta el pan duro. Toma. Nunca sé qué hacer con él.

Lo toqué. Parecía cemento.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Pídenos lo que quieras (2)

Puse el ojo en la mirilla. Era el vecino. Decidí no abrir, por lo que, tratando de no hacer ruido, regresé a la habitación del ordenador.

Estaba en mitad del pasillo cuando volvió a tocar el timbre, una y otra vez.

–¿Qué?

No me dijo nada, sino que me hizo un gesto para que fuera a su piso. Nunca había estado allí dentro. La habitación de estar era un poco más grande que la mía, pero tenía demasiados muebles. Ella estaba de rodillas. Llevaba puesto un pijama rosa.

–Medina, Medina.

Estaba acariciando el lomo del perro.

-¿Qué ha pasado?

–Está muerta –me dijo.

No sé si llegué a mover los hombros involuntariamente. Había muerto el perro... ¿y qué? Me molestaba cuando correteaba por el pasillo y le escuchaba ladrar por las noches.

–Llévatelo –me dijo el marido.

–¿Qué?

–Nos dijiste que harías cualquier cosa por nosotros. Llévate a Medina.

Lo envolvió en la alfombra donde estaba tendido y me la dio.

–Llévatelo –me repitió.

Ella estaba llorando.

–Está bien. ¿Dónde queréis...?

–No nos importa. Llévatelo -me repitió.

Regresé a mi piso y dejé la alfombra que rodeaba al perro en el suelo. ¿Qué se hace con los perros muertos? ¿Los recogían en algún sitio? Nunca me han gustado los animales domésticos, pero odio especialmente a los perros. Una cosa así sólo podía ocurrirme a mí. Sólo a mí.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Argumentos

  • No han estudiado porque el programa escolar era muy aburrido; no trabajan porque se cobra muy poco. Se merecen un subsidio estatal.Quieren que suba la asignación.
  • El ejército retrocede perseguido por el enemigo. Al general en jefe le llega el relevo. Explica que la huida era una estrategia: estaba tensionando las líneas de aprovisionamiento del enemigo. Si su sucesor consiguiera la victoria, sería gracias a los planes que él había trazado; si fuera derrotado, por no haberlos seguido.
  • Los interrogan. Afirma que tenían una necesidad. Cogieron el lubricante. Lo iban a pagar. No querían causar problemas.
  • A una la hacen concejal de Cementerios; a la otra, delegada de Medio Ambiente. Ésta asciende: directora general, consejera antes de cumplir los cuarenta. La otra, candidata a alcaldesa, se tiene que conformar con un puesto en la Diputación. Su rival sigue ascendiendo: se habla de ella como futura ministra. La ve en una fiesta.
  • Siente partenofobia.
  • El escupidor.
  • Tribunal Electoral: obliga a repetir las elecciones si el partido gobernante no cumple sus promesas electorales.
  • Cada mes, va en autobús a un pueblecito. Le siguen. No consiguen descubrir lo que trama. Aparentemete, va a que le corten el pelo. Un peluquero mudo. Le interrogan y confiesa que le molesta que le den conversación.
  • Encuentran una imagen de la Virgen a orillas del río. La llevan con gran devoción a la iglesia. La llaman la Virgen del Río. La consideran milagrosa. Años después, un visitante descubre la imagen que años atrás desapareció en una riada en un pueblo situado aguas arriba.
  • No puede seguir con ella. No la soporta. La mata. No sabe si comérsela o arrojar el cuerpo al exterior: carroña para las criaturas.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Madame Arnoux


Largos años de amor por M.A. Has imaginado mil formas de hacerla tuya: la raptabas, se quedaba viuda y se sentía sola, era abandonada por su marido y te suplicaba que te fueras con ella, se divorciaba. Estabas loco por ella, pero no sabías por qué. Cerrabas los ojos y tratabas de imaginar a cualquier mujer, pero todas las mujeres, en tu memoria, se transmutaban en M.A. Incluso, cuando comenzaste a salir con L., no podías evitar compararla, menos favorablemente, con M.A. Resultaba absurdo: ella, probablemente, no pensaba nunca en ti. Quizá sólo para burlarse.

En tu sueño, M.A. se ha separado. Quería dar una lección a su marido: te citaba, se insinuaba. Eres consciente de todo ello, pero de alguna manera, aunque comprendes que ella es igual a cualquier otra mujer, con las mismas rarezas y crueldades, quieres creer que al fin es tuya. Ella habla, habla. La miras y adviertes la malicia de su rostro. Sientes que es una mentirosa, que trata de engañarte. Pero le has dedicado tanto tiempo que ahora debes aguantarla. La odias, pero te resignas a que te siga dominando.

martes, 11 de septiembre de 2012

Bukowskiana

–¿Y su licencia, Chinaski?

–No la he traído.

–Da igual. Tiene que empezar ahora mismo.

–Ejem…, ¿qué materia tengo que dar?

–Da igual. Métase en clase de una vez.

Smith me guió por los pasillos. Llegamos a una puerta con un cristal opaco. Al otro lado parecía que había una pelea.

–Adelante –me dijo.

Creí que me iba a acompañar dentro, pero cerró la puerta a mis espaldas.

En el aula había unos cuarenta chicos. Blancos, hispanos y dos o tres negros. El ruido que había escuchado cuando estaba en el pasillo había cesado. Permanecían callados y me miraban. Expectantes. Ochenta ojos fijos en mí. O quizá sólo setenta y nueve. Busque la mesa del profesor, me dirigí a ella, me senté. La silla era cómoda. Miré a los chicos. Seguían contemplándome asombrados. Abrí la cartera y observé la botella de whisky. Tendría que encontrar la manera de echar un lingotazo sin que se dieran cuenta.

¿Qué diablos tenía que hacer ahora?

lunes, 10 de septiembre de 2012

Muerte de un oficial

Después de varios minutos de saludos, jaculatorias, intercambio de regalos, el coronel Tutasz consiguió que el emir se sentara.

–¡Maciek! Tráenos un té –le gritó a su ayudante.

El asunto que Tutasz tenía que tratar con el emir era ciertamente espinoso. Habían pasado ya varias semanas desde la llegada del inefable Romanowicz, y desde entonces se habían sucedido los problemas: un pelotón de áscaris se había insubordinado –tres ahorcados y veintisiete azotados–; la mitad de los criados habían desaparecido, se habían marchado; Górniak, el indispensable Górniak, había pedido el traslado. Una mañana, encontraron excrementos de vaca en la puerta de la residencia de Romanowicz: había sido cosa de los áscaris, probablemente, pero el coronel Tutasz sospechaba que cualquiera de los oficiales podía haber perpetrado el atentado.

–Hace unas semanas llegó un nuevo oficial.

El emir abrió los brazos.

–Sí, mi sobrino me habló de él.

Tutasz esperó que el emir dijera algo más, pero el hausa permaneció discretamente callado. Maciek llegó con el té y lo sirvió en silencio. El coronel aprovechó para mirar al emir. Tenía un rostro muy oscuro, negro. Si no fuera por las ropas que llevaba, no habría manera de distinguirlo de otros hausa, pero el emir se ufanaba de descender de un príncipe fatimí y de hablar árabe.

–Querido amigo, tengo que reconocerte que estamos muy descontentos con el capitán Romanowicz.

El emir, expectante, sorbía el té.

–Me gustaría que le invitaras a cazar.

–¿Qué le invite a cazar?

–Sí, a una partida de caza. Que cace, no sé, un búfalo, un león, lo que sea.

El emir lanzó una mirada confusa al coronel Tutasz.

–Desde luego, si al capitán le pasara algo, si sufriera un accidente, tú no serías el culpable, mi querido amigo, no te consideraríamos responsable de su muerte.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Doña Marina

Por fin conozco a doña Marina. Tiene entre treinta y cinco y cincuenta años y articula cada palabra que pronuncia de una manera muy peculiar. He tratado de mostrarme enérgico, pero no sé si la he engañado. Quizá si me hubiera visto en julio no me habría contratado. Le he sorprendido varias miradas extrañas. Supongo que, si no me puede echar en un mes, me tendrá que aguantar todo el curso.

jueves, 6 de septiembre de 2012

De cómo gané dos mil pesetas



Me dijo que podía ganarme mil pesetas. ¡Mil pesetas! En aquella época, hace más de veinte años, era todo un dineral. Recuerdo que entonces los billetes estaban adornados con el rostro de Galdós, toda una premonición, porque yo solía gastarme todo el dinero que podía conseguir en libros.

Quedé un sábado por la mañana con él. Tuve que esperarle en la plaza un poco. Finalmente, apareció en el Land Rover y me dijo que subiera. Tomamos el carril de La Charca y nos paramos cerca de un viejo cortijo que se llamaba, si no recuerdo mal, Toladillos.

Me dijo que me bajara y que sacara la pala y el pico de atrás. Caminamos un poco y después se detuvo. Cogió un palo y trazó un círculo irregular.

–Quiero que hagas aquí un agujero.

Me dijo que una profundidad de metro y medio estaría bien.

–¿No has traído agua?

–No.

–Voy al coche a por una botella –me dijo.

Trajo una botella de dos litros. Era una botella de plástico forrada de esparto. Entonces, todo el mundo tenía una. Todos menos yo.

–Toma –me dijo.

Yo había comenzado con el pico. Removía la tierra y luego la sacaba con la pala. Me estuvo mirando durante un tiempo, mientras se fumaba un cigarrillo. Podía notar sus ojos clavados en mi espalda.

–Volveré dentro de un rato –me dijo.

Cuando me dejó solo, decidí tomármelo con más tranquilidad. Descansaría cuando llegara a la altura de mi cintura. Para entonces, calculaba, tendría más de medio hoyo cavado. La capa de tierra superficial fue fácil, pero pronto me encontré con una tierra blanca y dura, con tendencia a aterronarse. Las manos me dolían. Me hallaba bañado en sudor. Era agotador.

Cuando por fin me senté a descansar, hacía un tiempo que el campo se había llenado del canto de las cigarras. Eché un trago de agua. Tenía sabor a naranja y a algo más. Incluso caliente como estaba me supo a gloria.

La segunda mitad del hoyo me costó mucho más. Aquella tierra blanca era cada vez más dura. Dejé la pala y arrojaba los terrones al borde del hoyo. Me dolían los brazos y tenía las manos llenas de ampollas.

–¿Cómo vas? –me dijo de repente una voz.

No le había escuchado llegar.

–Falta poco –le dije.

–No, yo creo que ya está. Sal de ahí.

Estaba encendiendo un pitillo, que se fumó en silencio. Miraba el horizonte. Yo me eché otro trago de agua. Tenía ganas de sentarme, pero decidí quedarme de pie, allí, al lado de él.

–¿Quieres ganarte otras mil pesetas? –me preguntó.

–Sí, desde luego.

Le echó una última calada al cigarrillo y lo arrojó al hoyo.

–Llénalo de tierra.

Recuerdo que pensé que aquello sería un trabajo menos pesado.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Romanowicz

-¡Maciek, Maciek!

El coronel Tutasz, como hacía todas las mañanas cuando llegaba a su oficina, necesitaba su café. ¿Dónde demonios se habría metido su ayudante? Se asomó a la ventana, pero sólo vio a los criados negros limpiando el patio. Estarían allí toda la mañana, levantando polvo y no dejándolo más limpio de lo que estaba antes.

-Señor.

-Ah, Maciek.

El coronel vio que su ayudante traía el café en la mano. Se sentó y miró la cara de Maciek. La malaria parecía que le había remitido. Estaba preocupado por su ayudante: durante unos días parecía que iba a necesitar pedir el traslado a la metrópoli, pero quizá aquello ya no sucediera.

-¿Ha llegado el correo?

-No, mi coronel. Telegrafiaron esta mañana desde Nowa Łódź y dijeron que no había rastro del barco.

El coronel Tutasz se llevó la taza a los labios. Aquel café era excelente. Sólo temía que el próximo envío no tuviera esa calidad. Ya había ordenado a Maciek que guardara un poco para los malos tiempos. Quizá enviara un poco a su mujer que, no pudiendo soportar aquel malévolo clima, había regresado a la metrópoli un año atrás.

-¿Algo del interior?

-El capitán Górniak no ha enviado ningún mensaje. Todo va bien.

-Górniak es un buen soldado.

Aquello le recordó el otro asunto que tenía que tratar con Maciek.

-¿Ha dado señales de vida el condenado Romanowicz?

-No, nada. Quizá el capitán llegue con el correo.

-¿Cuándo tenía que incorporarse?

-Tiene hasta el viernes –señaló Maciek.

-Maldita sea.

Tutasz había conocido a Romanowicz diez años atrás, en Białystok, Podlesia, al otro lado del mundo. Entonces Tutasz era capitán y Romanowicz un teniente que acababa de dejar la Academia. El joven teniente era el militar más torpe de la Armia Krajowa. Tutasz apenas había pensado en él en todos esos años. Suponía que le habían licenciado y que ahora trabajaba en una oscura oficina. Encontrar su nombre en la lista de los nuevos oficiales le había resultado asombroso.

-¿Qué haremos con él?

-¿Qué?

Tutasz se dio cuenta de que había hablado en voz alta. En principio había pensado enviar a Romanowisz con un pelotón de áscaris a uno de los poblados de la montaña. Con un poco de suerte, se acabaría el problema. Sin embargo, cada vez que moría un oficial blanco, en Nowa Łódź se ponían muy nerviosos: uno de sus peores temores era que se produjera una rebelión general de la colonia.

Quizá aquel clima acabara con él. Es lo que esperaba el coronel Tutasz. El maldito clima tropical mataba a más europeos que las flechas de los nativos.

martes, 4 de septiembre de 2012

Triste

–¿Te pasa algo?

–No, no, nada.

–¿Qué estabas haciendo?

–Nada.

–Vamos, déjame entrar. Tengo que…

–Espera que salga.

–No, no. Quédate. Cuando entran las ganas…

–…

–En fin, esto se acaba.

–Sí. Te voy a echar mucho de menos.

–Yo también.

–No, no puede compararse. Cada vez que te veía aparecer por la mañana me alegrabas el día.

–¡Qué cosas dices!

–No, es verdad. Trataba de imaginar lo que te habías puesto. Una falda, un vestido, pantalones. Hoy vienes preciosa. Ese vestido te sienta muy bien.

–Déjame, quiero salir.

–Y ahora todo acabará. Nunca más nos veremos.

–Tengo que salir.

–…

–Vamos. Déjame salir.

–Pasa.

–No te pongas tan triste.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Escenografía

¡Se han ido! ¡Por fin! Rápidamente he desmontado la escenografía, que ha funcionado relativamente bien: sólo me faltó quitar el polvo de un mueble de la cocina. Debió sospechar algo: todo tan limpio y aquella puerta tan churretosa. Damm it! Pero ya se han ido. Me he apresurado a poner una lavadora con las sabanas, a dejar abiertas todas las puertas, a bajar las persianas, a subir la tapa del inodoro, a colocar todo en su sitio.

Retorno a la tranquilidad. Me echo en la cama, busco la emisora de música clásica, sigo leyendo.

viernes, 31 de agosto de 2012

Zopilotera

El coche estaba en la puerta de una pequeña tienda. El capó estaba abollado, habían roto el parabrisas y arrancado una puerta, que no se divisaba por ningún lado. Cuando pase al lado, un zopilote estaba dentro, rajando con una navaja la tapicería, mientras que otro trataba de arrancar la puerta del acompañante. Lo hacía de una manera ilógica, absurda: le estaba dando patadas, pero cada vez con menos fuerza, porque, supongo, se había hecho daño.

Lancé una mirada al interior de la tienda: allí había otros dos o tres zopilotes de más edad. Uno tenía en la mano una lata de cerveza de medio litro.

Seguí caminando sin hacer un gesto. Al final de la calle, un viejo contemplaba a los zopilotes. Movía la cabeza.

–Todos los días lo mismo. Todos los días lo mismo –decía.

Me paré junto a él, pero no dije nada. El zopilote había conseguido por fin arrancar la puerta y ahora arrastraba su trofeo por la calle.

–Todos los días lo mismo.

Tomé la calle San Marcos y continué callejeando durante un rato. La ciudad era muy distinta de cómo la recordaba. Las paredes estaban llenas de pintadas. Muchos pisos tenían las persianas bajadas. En todas las calles había coches con los cristales rotos y las puertas arrancadas. Había mucha suciedad. En la esquina de Isaac Peral vi a un municipal: llevaba la camisa por fuera y calzaba unas sandalias. La canana le colgaba por debajo de la cintura. Un tatuaje tribal se deslizaba por su cuello.

–Perdone. Podría decirme dónde está la estación de autobuses. Creía que se encontraba en la calle San Sebastián.

Clavó sus ojos rojos en mí durante un interminable instante, como si no me entendiera, como si tuviera delante a un loco. Hasta rozó con la punta de los dedos la pistola. Olía de manera extraña.

–¿La estación de autobuses? Hace años que la cerraron.

martes, 28 de agosto de 2012

Tres colores



-¿Blanco?

-No –me respondió con una sonrisa.

Parece que le divertía la situación. Me había dicho que tenía que adivinarlo, y me había dado tres opciones. Solté el siguiente color casi sin pensar:

-¿Beis?

-Por supuesto que no.

¡Trallasere! Sólo me quedaba otro color. Mi primera opción había sido beis, desde luego. Es el color más habitual, pero aquella respuesta tan terminante me había hecho pensar.

-Voy a recoger la mesa mientras lo pienso.

-¿Te ayudo?

-No, no te preocupes. Ve eligiendo la película.

La cena no se había desarrollado mal. Me había dicho que le había sorprendido la ensalada, había alabado la forma en que estaba preparado el escalope y había bebido dos vasos de vino, casi tres. Puse los platos en el fregadero. Quizá, en unos minutos, ella se iría y yo no tendría nada mejor que hacer que lavarlos.

Cuando regresé, estaba viendo un programa de Telecinco.

-¿Te gusta eso?

La manera que tuvo de mirarme me hizo darme cuenta de que lo mejor era callarme. Me senté y miré la pantalla: no, la noche no sería como la había planeado. En el programa estaban entrevistando al hijo de una famosa muerta años atrás: ni ella ni su hijo habían encontrado otra forma mejor de ganarse la vida. No estaba prestando demasiada atención, seguía dándole vueltas al color. ¿Sería el rojo? Quizá sí. Pero no podía imaginármela como una chica de rojo. ¿Azul? No. ¿Violeta? A mí personalmente me gustaba bastante, pero no era demasiado habitual. ¿Amarillo? Quizá alguien que ve Telecinco no se merece tantas preocupaciones. Debería decirle que es tarde, que se vaya.

-¿Quieres beber algo más?

Me hizo un gesto con la mano para que me callara. Traté de prestar atención a la pantalla, pero aquello era peor que estar sentada en una silla de púas. ¿Marfil? ¿Verde? Los más habituales, según mi experiencia, eran el beis y el blanco. ¿Rosa? Sí, le podía sentir bien.

Cuando empezó la publicidad, ambas seguimos calladas. Hasta que llegó un anuncio que le recordó su acertijo.

-¿Has pensado ya el color? –me preguntó-. Sólo tienes otra opción.

Se me ocurrió de repente que lo mejor era no responder.

lunes, 27 de agosto de 2012

Hartos de mí

Me hizo un gesto para que me acercara a la puerta.

-¿Qué pasa? –me preguntó.

-Nada, nada. No pasa nada.

-¿Y esos gritos?

-Es que… Nada. Ya está solucionado.

Esperó un instante antes de soltármelo.

-Estamos hartos de ti, de tu comportamiento, de tus estupideces. Ya te enterarás en la siguiente reunión.

Y empujó la puerta.

domingo, 26 de agosto de 2012

Los murmuradores

Miré el reloj: las seis y diez. El cuchicheo que me había despertado procedía de la habitación de estar. Pensé en levantarme y pedirles que se callaran, pero decidí seguir en la cama. Puse la radio, busque en el dial algo entretenido. Encontré el programa de música clásica. Pasé casi media hora escuchando la radio antes de decidirme a abandonar la cama. Pasé por la habitación de estar para coger ropa limpia: había planchado la noche anterior. No había nadie: la televisión estaba desenchufada y no habían movido nada.

Me preparé la leche y me dirigí a la habitación del ordenador. Todo seguía silencioso. Estuve un par de horas leyendo las noticias, buscando información sobre los székelyek y el apellido Csonka, perdiendo el tiempo. Regresé al dormitorio y seguí leyendo el libro de historia de Hungría, del que sólo me faltaban unas páginas.

El ruido se reanudó, el cuchicheo. Simulé que leía, pero estuve urdiendo un plan: les sorprendería. ¿Se creen que me van a engañar? Me levantaría rápido y les daría un susto. Seguro que no esperarían eso.

sábado, 25 de agosto de 2012

El crío

Nos había dicho que matáramos a los hombres y que hiciéramos con las mujeres lo que nuestra conciencia nos dictara, pero que no tocáramos a los niños. Los niños no tenían culpa de nada.

No había pensado en aquello hasta que llegué a aquella granja. El grupo se había quedado en un pueblo y Jerome y yo fuimos a la granja. Cuando nos acercábamos, una bala alcanzó a mi compañero, le hizo una fea herida en el brazo que le tiró del caballo. Iba a ayudarle pero me dijo que matara al granjero.

-Déjame aquí, Reuben.

Es lo que hice. Aguijoneé a Whitefoot y me dirigí a la granja. Aquel tipo, quizá, sólo había tirado contra mapaches, pero nunca contra un jinete que se acercara cabalgando. Alcanzó a dispararme dos veces, antes de que llegara a su lado. Después, cuando me puse a su lado, me observó por unos instantes: en su mirada no había miedo, sino odio. Comenzó a cargar el fusil una tercera vez. Le dejé hacer: no me gusta disparar contra la gente desarmada. Los dedos le temblaban un poco. Cuando levantó el arma, le disparé. Creo que había muerto antes de llegar al suelo.

De repente apareció aquel crío. Le eché once o doce años. No sé dónde diablos aprendió todas aquellas blasfemias. Levanté el revólver y disparé al aire, pero el maldito crío siguió lanzando palabrotas. Me dieron ganas de bajarme del caballo y darle unos buenos azotes, pero mi camarada estaba herido.

-Entierra a tu padre -le dije.

Diablos, el chico debería estar agradecido: ni siquiera quemé la maldita casa. Cuando me había alejado un centenar de pasos, escuché el disparo. Supuse que que la bala había salido alta y que el crío se había caído de espaldas. Deseé que se hubiera destrozado el hombro.

Subí como pude a Jerome en su caballo y nos dirigimos al pueblo. No estaba lejos y no era difícil perderse: el humo marcaba el camino. El pueblo ardía por los cuatro costados. El capitán se acercó y miró la herida de Jerome.

-Reuben -me dijo-, tendremos que cabalgar hasta el río. Nos han dicho que a varias millas hay una compañía de federales.

-Está bien. Yo iré con él.

No tuvo que decirme que no esperaría a nadie porque yo ya lo sabía. Salimos del pueblo como diablos. Pronto, Jerome y yo comenzamos a quedarnos atrás. Había perdido mucha sangre.

-Vamos -le dije-. Ya podrás descansar cuando lleguemos al río.

A media tarde decidí que teníamos que detenernos. Fue entonces cuando me di cuenta de que Whitefoot estaba herido. ¡Aquel maldito niño! Bajé a McClay del caballo. Estaba frío. Le sacudí.

-¿Cómo estás?

-Duele mucho. Es como si tuviera una serpiente dentro del cuerpo.

-Creo que no llegaremos al río -le dije.

-Déjame aquí, Reuben.

-No, no podría dejarte.

-Dile a madre que... No sé. Lo que se te figure.

Sí, tendría que decirle algo. Jerome iba a cumplir los dieciséis años en mayo.

jueves, 23 de agosto de 2012

Las cuevas

-¿Sabes que…?

Mroz no llegó a terminar la frase. Le miró, le lanzó una mirada profunda y le acarició el brazo.

-Siempre –dijo Mroz.

Después siguió por una galería, arrastrando el cubo.

Jwar estuvo a punto de seguirla. Quiso seguirla. Sentía dolor profundo, espantoso.

-Ah, estás ahí –le dijo Harrt-. Te estaba buscando. Tenemos que ir a ver a Yrett.

Jwar siguió a Harrt, se alejaron de la galería que había tomado Mroz. Estaba totalmente a oscuras allí. Harrt camina de prisa y sólo son sus pasos lo que escucha Jwar. Nunca había atravesado galerías tan interiores. Le habían contado que los antiguos habían excavado más y más en las cuevas, pero que finalmente, cansados, lo dejaron: no encontraron nada.

En el fondo de las cuevas vivía Yrett. Todos habían oído hablar de él, pero pocos, muy pocos habían estado en su presencia.

-¿Sigues ahí? –le preguntó Hartt. Su voz sonaba lejana.

-Sí. Te has adelantado mucho.

-Vamos.

Continuaron caminando. El túnel se estrechó. Jwar tocó las paredes con la mano. Estaban húmedas. Padre le había dicho que fuera cauto cuando atravesaba esas galerías: podían caer en cualquier momento, o llenarse repentinamente de agua.

-Cuidado con la cabeza –le advirtió Hartt.

Jwar levantó la mano: el techo era muy bajo. Tuvo que caminar encorvado. La galería se hacía cada vez más pequeña.

Golpeó a Hartt.

-Eh.

-Hemos llegado -susurró.

-¿Quién está ahí? –dijo una voz. Era una voz chillona, extraña.

-Soy el hijo de Frattl –dijo Hartt.

-El hijo de Frattl. Hum. ¿Cómo está tu padre?

-Ha vuelto a las galerías negras –dijo Hartt.

-Allí regresaremos todos. Hum. ¿Quién viene contigo? ¿Habéis traído algo para el viejo Yrett.

Hartt empujó a Jwar para que entregara los alimentos.

-Soy Jwar, hijo de Brerf, nieto de Freuttg.

-Hum. Conocí a tu abuelo. Alguna vez recorrí las galerías con él.

-Jwar ha sido elegido para ir al exterior.

-Hum. El exterior. Peligroso.

El viejo se había echado algo a la boca y lo lamía.

-Tú conociste a alguien que estuvo allí.

-Sí. Hum. El único que regresó. Para vergüenza de su clan. Esto está rico. ¿Sabéis algo de Gritr?

-Regresó a las galerías negras.

-Hum. Supongo que todos acabaremos regresando allí.

-¿Qué hay en el exterior?

El viejo se quedó en silencio. Por un momento Jwar creyó ver una figura acurrucada en el fondo de la galería, no más grande que un niño. Lamía la comida que le habían entregado.

-Hum. El exterior. Peligroso. Hum. El que regresó del exterior, hum, su nombre. No me acuerdo. Decidimos borrarlo de nuestra memoria. Lo llevamos a una de las galerías ciegas y allí lo dejamos. Estuvo llorando durante mucho tiempo, hasta que se quedó en silencio. Entonces supimos que había regresado a las galerías negras.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Brrr




Le estuve explicando lo que había comprado. Era caro, pero lo había conseguido a un buen precio. Y, sobre todo, lo necesitaba; era urgente que comprara uno. Al otro lado de la línea hubo un silencio.

-Es muy barato, una ganga… Me tendrías que comprar uno.

-¿Comprarte uno? Creía que no lo necesitabas. Me habías dicho que…

-No, no… El mío está muy lleno… Sí, lo necesito.

Así que fui a comprarlo: tuve que bajar a la cochera, sacar el coche, dirigirme al centro comercial, buscar lo que me había encargado, evitar a la antigua alumna que estaba en una de las cajas.

Al cabo de una hora, ¡una hora! (mi programa diario había quedado desquiciado) le estaba llamando otra vez.

-Ya lo tengo –le dije.

-¡Qué rápido!

-Todavía quedaban algunos.

-Muchas gracias. Creo que ya sé lo que voy a hacer con él. Voy a dárselo a un amigo.

-¿No era para ti?

-Sí, no lo sé, es decir, lo necesito, pero tengo que hacer un regalo.

-¿Un regalo?

-No sabía que comprarle. Ya veremos. Quizá se lo dé.

-Entonces, ¿necesitarás otro?

-Sí, necesitaré otro.

martes, 21 de agosto de 2012

Regalos


Allí, sobre la mesa, estaba el montículo de regalos. Habían desgarrado el papel de algunos.

-¿Quién ha abierto esto? –le pregunté.

-Vinieron para sacarse fotos.

En la fiesta de homenaje, como es habitual, me entregaron los presentes de despedida. No, no se trataba de algo que pudiera serme útil de cualquier modo, eran regalos que sólo servían para humillarme, para escarnecerme. Por eso, después de abrir los primeros, los fui dejando sobre la mesa, diciendo que había bebido mucho, que me encontraba mal, que los miraría luego.

Siempre que he tenido que comprar un obsequio a los que se iban, buscaba dar un libro que a mí me hubiera gustado. No entiendo esos regalos que sólo se hacen para burlarse, ridículos, grotescos.

-¿Te ayudo a llevarlos al coche? –me preguntó.

¿Llevarlos al coche? No, nada de eso. ¿Para qué iba a llevarlos al coche? ¿Para qué necesito esas porquerías? Para tener que detenerme junto a un contenedor y arrojarlo todo dentro. ¡Que lo hagan ellos!

-No, no. Gracias. Ya me ocupo yo.

-Vamos, tenemos que reunirnos.

¿Una reunión? ¿Todavía querían que asistiera a una de sus estúpidas reuniones, que aguantara al gerente una vez más?

Me quedé solo en el despacho. Por un momento me pasó por la cabeza la idea de esconder los regalos, encima de los armarios, en los cajones, en los ficheros, dentro de la fotocopiadora, sobre el falso techo del cuarto de baño. ¿Dónde poner ese mazacote que me había regalado Sandra?

lunes, 20 de agosto de 2012

El viejo piso

Detengo el coche y me bajo. Contemplo la fachada del viejo bloque. Viví allí, en el piso que mis padres compraron con tanto esfuerzo, durante más de veinte años, en el segundo derecha: las persianas son ahora de aluminio. Pero no es eso lo que me llama la atención. El zócalo está lleno de grafitis, siglas estúpidas que afean la pared. Don Miguel no lo hubiera permitido.

De repente, sale al balcón el tipo que lo compró. Me mira. Me reconoce. Como si adivinara lo que estoy pensando, me grita:

-El interior lo tenemos muy arreglado.

Me pide que suba, pero le digo que no, que sólo pasaba por ahí, que tengo prisa.

domingo, 19 de agosto de 2012

Zapear

Te queda por lo tanto permanecer junto al brasero –la temperatura es muy baja- y ver la tele, zapear, recorrer los canales de la TDT, sin ver nada. Podrías pasar una vida así, pasando de un canal a otro, dejando pasar el tiempo.

Zapear te permite sortear los momentos de aburrimiento, los anuncios repetitivos, las promociones de colchones –siempre una mujer sentada– o de fajas reductoras, la visión de una bicha tragándose un pobre ratón, que sigue vivo todo el proceso. Permite pasar de Los Ángeles a una aldea de Tailandia, al Japón del siglo XVI, al exterior de la casa de un famoso, al decorado irreal de una irreal telenovela venezolana, al despacho oval, a la cabaña de un ndebele.

Como si hubiera tiempo para todo.

sábado, 18 de agosto de 2012

Pídenos lo que quieras

-¿Lo que quiera?

-Sí, lo que quieras –me repitió.

Nos quedamos en silencio. En ese momento, oportunamente, se detuvo el ascensor, se abrió la puerta y apareció un hombre, supongo que su marido, con una caja de cartón. Era mucho más grande que ella. Quizá demasiado grande para ella.

-Hola –me dijo cuando pasó a mi lado.

Llevaban toda la tarde metiendo cosas en el piso. Me había dicho que lo habían alquilado, aunque me resultaba extraño que lo hubieran hecho a mediados de mes.

-Vosotros también me podéis pedir cualquier cosa…

-Bien, gracias –me dijo.

Trataba de identificar su acento, pero me resultaba difícil. Desde luego, venían del norte: muchas eses, palabras articuladas como si estuvieran esculpidas. Dentro del piso, escuché el gruñido de un perro.

-Bueno, vamos a seguir.

Se agachó para coger una bolsa que había en el suelo, y entró en el piso.

-Hasta luego.

Las cortas vacaciones de Silvia Salgado


Anoche estaba zapeando, esperaba que comenzara la película de las diez. Me encontré inesperadamente con Silvia Salgado, a la que creía disfrutando de la holganza estival. ¿Esta mujer no toma vacaciones?, me pregunté. Estaba muy morena, tantástica.

-Esta noche puede cambiar su vida -me dijo.

-No, no. Imposible -le repliqué-. Mi vida no tiene remedio.

Ella siguió hablando, pero no le presté atención. ¿Dónde habrá pasado sus días de descanso? ¿Habrá estado en una playa gallega? ¿En Almería? Desde luego, su bronceado era sistemático. Quizá no se haya movido de Madrid, sólo haya tomado rayos UVA en una cabina.

Al final, cambié de canal para ver la película. Se trataba de Kalifornia, un filme del que había oído hablar pero que no había visto. El argumento me pareció estúpido; Brad Pitt, que hacía el papel de un white trash asesino, sobreactuaba. Aguanté quince, veinte minutos antes de retornar a la cama, donde seguí leyendo.

viernes, 17 de agosto de 2012

El enigma del túnel


El capitán regresó junto a su sección. Cogió los prismáticos y miró hacia el bosque.

–¿Alguna novedad? –le preguntó al sargento Lewinski.

–No. Siguen luchando.

–Le he dicho que nos retiraremos en una hora –dijo Mühe.

–Los rusos pueden estar aquí en cinco minutos o en cuatro horas. Depende de la cantidad de hombres que quieran sacrificar –dijo el sargento. Comenzó a masticar tabaco y lo escupió–. ¿Qué demonios están haciendo en el túnel? Alguien del Estado Mayor me dijo que tenía varios cientos de metros.

–No lo sé. Y no preguntes. Creo que debe tratarse de alguna mina. Tal vez la estén destruyendo para que los rusos no puedan aprovecharla.

–Los chicos de artillería lo harían mucho mejor –dijo el sargento.

Arrastrándose por el suelo, surgió por detrás un hombre de la Organización Todt.

–¿Quién está al mando?

–Yo –dijo Mühe.

El hombre de la O.T. le hizo un gesto para que se apartara de sus hombres: quería decirle algo.

–Estamos listos para evacuar. Nos han dicho que los rusos estaban aquí arriba. Pero no los veo.

Mühe le dio los prismáticos y le señaló el bosquecillo de abetos.

–Están allí. No sé por qué no atacan.

–Me dijo que podían llegar aquí en pocos minutos.

–Cuando quieran. Si tienen un tanque, nos aplastarán en unos minutos. La policía militar no suele disponer de armamento pesado.

El hombre de la O.T. pareció pensar.

–Es muy importante lo que se esconde en ese túnel –dijo como para sí.

Mühe no replicó. Lanzó una mirada de complicidad al sargento, que se había ido acercando.

–Yo cumplo órdenes. Me dijeron que les sacara de aquí cuando llegaran los rusos y que me asegurara de que detonaba la boca del túnel. Es lo que voy a hacer.

De nuevo, el Stuka comenzó a revolotear encima de ellos. Esta vez los rusos tenían preparado el antiaéreo. Blancas nubecillas rodearon el aparato, que sin embargo siguió girando en el aire y volvió a atacar las posiciones rusas. Se escuchó una gran explosión. El Stuka no salió de la nube de humo.

El sargento Lewinski escupió el cigarro.

–Esto se está poniendo serio. Dígales a sus amigos que hay que irse.

Mühe volvió a mirar por los prismáticos. La opresiva forma de un tanque se recortaba entre los árboles.

–¿Qué es eso?

–¡Diablos! Es un cañón autopropulsado. Suelen ir acompañados de la infantería.

–Si lo destruyéramos, tendríamos algo más de tiempo. Me dijeron que necesitaban una hora más.

Lewinski volvió a escupir. Había entrado en la gendarmería después de ser herido en Polonia. Se había propuesto no combatir más.

–Dadme todas las granadas que tengáis.

–¿Qué vas a hacer?

–Si consigo que una bomba caiga dentro, se freirán todos.

El sargento avanzó arrastrándose hasta las líneas rusas. Mühe miró a la boca del túnel. Estaban sacando algo muy pesado y cargando los coches. Un caza ruso les sobrevoló, pero ametralló un antiguo nido de ametralladoras que habían abandonado el día anterior.

Miró con los prismáticos el cañón autopropulsado. Nada. Ni rastro de Lewinski. De pronto, los rusos comenzaron a disparar a la derecha.

–Disparad, disparad. Hay que cubrir al sargento.

La explosión fue terrible. Mühe sintió un golpe de aire caliente en la cara. Cuando miró con los prismáticos, una nube negra se había levantado de la torreta del cañón autopropulsado. Los rusos habían retrocedido.

–Alto el fuego.

El sargento Lewinski cayó en la trinchera. Tenía la guerrera rota y la cara ennegrecida.

–Me tendrán que dar una medalla –dijo, agarrando la cantimplora que le ofrecía el capitán y tragando el agua.

Uno de los soldados informó a Mühe que los de la Organización Todt se habían subido a los coches. El capitán se dirigió a la boca del túnel. Al fondo vio una sombra.

–Eh, salga. Tengo que volar la mina.

Uno de los profesores se puso a su lado.

–Déjelo. Olvide lo que ha visto.

–Hay alguien dentro.

–Dele un poco de tiempo, hasta que llegue al fondo.

Asombrado, Mühe miró al profesor.

–Va a morir.

–No se preocupe. Se ha ofrecido voluntario.

Los hombres de la Organización Todt, que habían pasado días y días en el túnel, estaban ahora en los coches, esperando que arrancara la caravana.

–¿Está preparando las cargas?

–Sí. Tengan cuidado cuando nos detengamos. Estamos en retirada y los zapadores están colocando minas en todas las viviendas. No toquen nada.

La caravana de coches se puso en marcha. Apenas recorridos doscientos metros se encontraron con las tropas de línea. A lo lejos se escuchó una enorme explosión.

El sargento Lewinski vino corriendo por la carretera. Había perdido el casco y tenía una herida en la frente, de la que manaba un hilillo de sangre.

–Vamos –le gritó a Mühe.

El coche arrancó y recorrió a toda velocidad la carretera, franqueada por altos olmos. El conductor a veces tenía que detenerse, deslumbrado por el sol de la tarde, que lentamente se estaba escondiendo en el oeste.

martes, 14 de agosto de 2012

Bent and broken



Ayer, como todos los días, me conecté a internet y me puse a escuchar el programa matutino de la BBC 2. Me llevé una triste sorpresa: Ken Bruce había regresado. ¡Qué disgusto! Durante unos días, estuve disfrutando de la hermosa y sugestiva voz de Claudia Winkleman. Ella consiguió engancharme al programa. Hace una semana me sedujo con una canción de Keane, Bend and break: por una vez le encontré sentido a la letra. Claudia dijo que la canción le gustaba mucho; no sonaba a falso: todos los locutores simulan que les gustan las canciones que programan. Inmediatamente descargué Bend and break y la aposenté en el reproductor de MP3.

Hasta ahora, mi canción preferida de Keane era This is the last time, la sintonía de despedida de un programa dominical de deportes. A las una de la noche suelo, solía dejar el libro que estaba leyendo y conectar la radio: iba a empezar un programa que me gusta especialmente. El programa de deportes terminaba, casi siempre tarde, y se despedía con la canción de Keane. Así acababa el fin de semana.

Ahora prefiero Bend and break. En fin, se acabó Claudia: I won’t meet her in the morning when I wake, not anymore, I won’t meet her on the other side, I won’t meet her in the light.



(Menos mal que Mrs. Winkleman ni habla castellano ni tiene tiempo de leer lo que de ella se escribe en internet: de mí pensaría que estoy un poco loco, lo que no se aleja demasiado de la realidad.)

domingo, 12 de agosto de 2012

El veredicto de Paloma Zorrilla


Paloma Zorrilla ha emitido un veredicto. Riguroso, implacable. El público empieza a aplaudir. Yo me quedo paralizado, ni siquiera me doy cuenta de que la presentadora, después de largar un comentario estúpido, nos ha despedido: el programa ha acabado. Mi oponente se acerca con una sonrisa de satisfacción y me dice algo, que no logro escuchar. Los que han asistido al juicio se le acercan, comienzan a darle palmadas en la espalda, a felicitarle. Se aleja rodeado de gente, triunfante, como un torero que hubiera cortado dos orejas en Las Ventas.

Permanezco agarrotado durante unos instantes. Hasta que se aproxima uno de los que más han vociferado contra mí, de los que más vehementemente han defendido a mi oponente. Está tan cerca que percibo el extraño olor sulfúreo que emana de él.

-Estaba contigo –me susurra-, pero hoy me tocaba apoyar al otro.

Le miro aturdido, no le respondo.

Poco a poco, el plató se queda vacío, en silencio. Apagan los focos, ya sólo queda una luz débil al fondo. ¿Se han olvidado de mí? No, sé que los ejecutores esperan fuera.

Pasa el tiempo y sigo dándole vueltas a la cabeza: la acumulación de errores, el fracaso. No puedo moverme. El veredicto de Paloma Zorrilla ha sido riguroso, implacable.

sábado, 4 de agosto de 2012

El misterio de la calle de los Francos


Habitualmente, cuando llego al semáforo de Hacienda, compruebo si viene un coche y cruzo, incluso en rojo: resulta extraño que por allí pase ningún vehículo. Ayer, sin embargo, dudé: había dos o tres peatones esperando. Y ella. Pelo recogido, un vestido minifalda blanco, un poco abierto por la espalda, que dejaba a la vista no sólo el sostén beis sino también la piel bronceada, sin marcas. Ahora, en verano, muchos presumen de piel tostada. Sí, tostada, quemada, agrietada. Ella tenía la piel morena. Daban ganas de acariciarla.

Por una vez, dejé los pies para el final. Llevaba sandalias abiertas. Las uñas sin pintar, pero muy cuidadas.

El semáforo de Hacienda es uno de los que muestran el tiempo que permanece abierto y cerrado. Todavía faltaban veinte, dieciocho, diecisiete segundos. Cruzó un hombre que llevaba camisa de manga larga y corbata, tal vez un empleado de banco que había salido a desayunar y que se retrasaba. Gracias a Dios, ella siguió esperando y yo, detrás, la seguí examinando de arriba abajo.

Se abrió el semáforo y ella esperó un segundo antes de cruzar, como si tuviera el temor de que algún coche fuera a girar en el último momento. Caminaba despacio y a mí, más alto, me obligó a caminar muy despacio. De alguna forma se dio cuenta de mi persecución. Quizá se percató de que la seguía cuando pasamos por la esquina de Hacienda, el único sitio en toda la plaza desde la que se ve la torre del castillo. Esta vez, desde luego, no me fijé.

No me supuso ningún problema que acelerara el paso.

Estaba preguntándome dónde iría cuando, repentinamente, siguió caminando por la acera de la calle de los Francos. ¡Me dejó un poco descolocado! Nadie va por esa calle: allí no hay tiendas, nada, y ni siquiera permite atajar para llegar a otro sitio. Lo normal habría sido seguir por la avenida de Andalucía. Durante un segundo, dudé qué camino tomar. Entonces...

martes, 31 de julio de 2012

Regreso al aula

-Diga.

-¿Puedo hablar con... Francisco Ramón?

-Soy yo.

-Le llamaba del instituto… Hemos visto su currículo. ¿Podría pasarse mañana por aquí?

Era una voz muy dulce, terriblemente dulce. No, no podía ser una monja. Sin embargo, me imaginé que aquella voz pertenecía a alguien que llevaba un basto hábito marrón.

-¿Mañana?

-Sí. Buscábamos un profesor de sociales.

¿Un profesor de sociales? ¿Ahora?

-Está bien. ¿A qué hora?

-Abrimos a las nueve. Estaremos aquí toda la mañana.

-Bien.

-¿Podría traer una fotocopia del título de licenciado y del CAP?

-Sí.

-Pues entonces ya nos veremos mañana.

Esa fue la llamada que recibí ayer por la mañana, casi a las dos de la tarde. Había echado varios currículos en junio y me había olvidado del asunto. Creí que no me llamarían. ¿Qué les diría si me preguntaban por qué había dejado de trabajar el curso anterior?

Esa mañana me he pasado por el instituto. Un conserje, con aspecto de guardia civil jubilado, ha fotocopiado los títulos. Iba rapado; profundas arrugas en la frente.

-Doña Marina no ha podido venir, está en Granada -me ha dicho-. Cerraremos hoy y abriremos otra vez el día 3. Pásese entonces.

Y eso fue todo.

martes, 24 de julio de 2012

La subida del IVA



Entré en la sala de lectura buscando algún periódico, pero sólo vi a Faustino con la nariz hundida en un libro monstruoso, el Summa Artis. A pesar de la que estaba cayendo, llevaba un bochornoso jersey: daba calor contemplarle. Estos últimos días, la canícula no me deja dormir; esta noche he tenido que levantarme varias veces para beber agua, la cama ardía, me sentía en el infierno. Supongo que, para Faustino, el castigo sería acabar en el helado averno de los nórdicos: el nuestro le dejaría indiferente.

Como otras veces, iba a evitarle, siempre ando evitando a todo el mundo, pero levantó la vista. Nuestros ojos se cruzaron. Me quedé durante un instante sin saber qué hacer. Probablemente no se había dado cuenta de mi presencia, no me había reconocido pero me decidí a acercarme: en su mesa también estaba sentada una universitaria que llevaba una camiseta blanca de tirantes, con un curioso calado en el escote.

-¿Cómo estás? –le pregunté-. ¿Qué haces?

La universitaria nos lanzó una mirada displicente. Estaba atareada con unos folios repletos de fórmulas matemáticas, que había cubierto de colores: verde, amarillo, violeta, rosa. Miré fugazmente su bronceada piel: quizá se fuera a una piscina cuando cerraban la biblioteca. La mesa estaba llena de rotuladores, lápices, clips multicolores, marcadores de texto.

-¿Sabías que el policromado del Pórtico de la Gloria se perdió por culpa de los americanos? –me preguntó Faustino.

Estaba leyendo el volumen dedicado al arte románico. Comenzó a explicarme lo de los americanos. Estuve a punto de interrumpirle para marcharme, pero la universitaria, después de escribir algo en la pantalla del móvil, se había levantado y nos había dejado solos. Decidí esperar a que regresara. Llevaba unas sandalias hermosas: se había pintado las uñas de los pies de colores diferentes.

Faustino siguió con lo del Pórtico de la Gloria. Tuvo que contármelo tres veces para que pudiera enterarme. Ahora comprendo que, después de un curso, las Hijas de la Misericordia, inmisericordemente, no le renovaran el contrato: hubiera debido hincar los codos, aprobar las oposiciones y entrar en la pública.

-¿Cómo te va a afectar lo del IVA? –le pregunté por preguntarle algo: sólo quería hablar, hacer tiempo hasta que regresara la universitaria.

-Fatal –me respondió. Me hizo un gesto para que me acercara-. Voy a… a… de agosto –me susurró.

-¿Qué?

No soy del todo sincero si digo que no le había entendido. De hecho, le había entendido bien.

-Ya sabes –me dijo-. Es demasiado caro. Hay que morirse antes de que acabe agosto.

Faustino estaba preocupado. Me senté y comenzamos a tratar el asunto. Me dijo que un buen funeral costaba cuatro mil euros, cinco mil. El ataúd, el nicho, las flores.

-La subida se comería un mes de la pensión de mi madre. Tengo que hacerlo antes de que acabe agosto.

Le dije que quizá no convenía esperar a final de mes. Los de la funeraria podían facturar el nuevo IVA.

-No se atreverán.

Antes de responder, aprovechando una distracción de Faustino, cogí uno de los marcadores de la universitaria. Creo que no se dio cuenta.

-Hay que tener cuidado. Suelen presentar la factura con uno o dos meses de retraso, esperan a que los familiares se hayan recuperado un poco. He escuchado en algún sitio que se aplica el IVA que hay en el momento en que se realiza la factura.

-¿Cuándo me aconsejas que lo haga?

-A mediados de agosto estaría bien.

-¿El 15?

-No, el 15 es fiesta. El 16 o el 17. Al atardecer, desde luego. Te velarían durante la noche y te enterrarían antes de que apriete el calor.

No creo que entendiera lo del calor. Faustino ya había pensado en el asunto, y encontraba un problema: la autopsia. ¿Cuánto tardaría?

La verdad es que no conseguimos llegar a un acuerdo sobre la mejor hora. Quizá su madre y sus familiares fueran tan impunes al calor como él mismo.

-Estaré atento a las esquelas –le dije cuando nos despedimos.

La universitaria todavía no había regresado. Ya habían dejado El Mundo cuando regresé a la mesa de los periódicos, pero había decidido marcharme.

Ella estaba en la puerta, hablando con otra muchacha que llevaba el pelo teñido de negro. Cualquiera de los dos podía ser mi hija, pero no pensé en ellas como si fuera su padre. Comprobé que por alguna razón, la que estaba en la mesa de Faustino no se había pintado el dedo índice del pie. No, no lo llevaba pintado. Quizá no había encontrado pintauñas del color que quería aplicarse.

Mientras escribo esto, contemplo el marcador de texto que le cogí. Lo tengo sobre la mesa. Trató de pensar en la universitaria, pero no lo consigo: me viene a la cabeza Faustino.

lunes, 23 de julio de 2012

Pan y aceite




Estaba a punto de prepararme una tortilla à la cagote. El ingrediente extra, esta vez, iba a ser pimiento. Ya había preparado un plato de frutos secos y había metido una cerveza en el congelador, para que estuviera bien fría. Pero era demasiado temprano, por lo que puse la tele y comencé a ver las tertulias. Podría quedar bien diciendo que la situación económica me quitó el hambre, pero no fue así. Comenzaron a hablar de un alcalde gallego que se había subido el sueldo: cobraría 40.000 euros al año. Nada extraño. Pusieron entonces unas imágenes del regidor: la barriga le caía por encima del cinturón, se le movía al tiempo que caminaba. Estaba gordo, obeso; le eché más de cien kilos, ciento veinticinco.

No soportó las series o películas en las que todos son terriblemente delgados, pero me pone enfermo esa obesidad mórbida.

Fui a la cocina y guardé todo lo que tenía preparado. Saqué un plato de postre y coloqué en él un trozo de pan. Lo partí y le eché aceite. Cogí un tomate.

Cuando regresé al salón seguían con lo mismo: la subida de la prima de riesgo, la bajada del IBEX. Me comí el pan lentamente. Sin hambre.

viernes, 20 de julio de 2012

La fabada



Me desperté en mitad de la noche y me entraron ganas de comer fabada, una fabada enlatada, así que me levanté y fui a la cocina. Todavía quedaban dos latas de callos y, afortunadamente, una de fabada, que puse en un plato. Dos minutos en el microondas. El timbre sonó como la campana del infierno. Cuando la estaba sacando, le escuché caminar en el pasillo. Puse el plato encima del frigorífico y recé para que no lo encontrara. Me quedé en la terraza, contemplando el cielo, escuchando las cigarras. Esperé cinco, seis, diez minutos, hasta que se apagó la luz de la cocina. Esperé todavía un poco más: le gusta sorprenderme a oscuras.

Cuando regresé, me di cuenta de que había visto el plato: se había comido la morcilla; la había cogido con los dedos. Busqué algo de pan, pero la canasta estaba vacía. Quizá también él se había levantado para comer algo. Siempre tenemos pan en el congelador, pero no quise utilizar de nuevo el microondas. Devoré la fabada, sin disfrutarla. No me sentó bien. Me dolía la barriga cuando regresé a la cama y tuve que levantarme varias veces para beber agua. Él se había llevado la botella que había en el frigorífico al dormitorio, por lo que tuve que conformarme con el caldo que salía del grifo.

Por la mañana, cuando me desperté, él ya se había levantado. Estaba en la cocina, tomando un café con leche y leyendo el periódico del día anterior: siempre deja artículos pendientes, críticas de libros, la editorial, alguna entrevista. No me dijo nada de la fabada: iba a chantajearme.

lunes, 16 de julio de 2012

Ostalgia



A lo que parece, no sólo yo siento cierta nostalgia de la URSS y, en general, de los democracias socialistas europeas, una nostalgia que no tiene nada que ver con lo político: de hecho, el régimen político de estos países era grotesco. Sin embargo, la URSS, Polonia, Checoslovaquia, Rumanía, Yugoslavia, Albania, Bulgaria, todas las antiguas democracias populares tenían algo de atractivo, que todavía conservan. A veces nos olvidamos que la propia existencia de esos regímenes socialistas en Europa, obligó quizá a los países occidentales a ser más democráticos, más justos, a preocuparse por el bienestar de toda su población. Ahora, los burócratas de Bruselas quitan y ponen gobiernos, obligan a los países a implementar políticas económicas muy injustas, guían a Europa no se sabe dónde.

En Alemania, incluso, tienen una palabra para expresar la nostalgia que sienten los ossis por su perdida independencia: Ostalgie. Los alemanes orientales eran pobres, pero orgullosos.