sábado, 15 de septiembre de 2012

Pídenos lo que quieras (2)

Puse el ojo en la mirilla. Era el vecino. Decidí no abrir, por lo que, tratando de no hacer ruido, regresé a la habitación del ordenador.

Estaba en mitad del pasillo cuando volvió a tocar el timbre, una y otra vez.

–¿Qué?

No me dijo nada, sino que me hizo un gesto para que fuera a su piso. Nunca había estado allí dentro. La habitación de estar era un poco más grande que la mía, pero tenía demasiados muebles. Ella estaba de rodillas. Llevaba puesto un pijama rosa.

–Medina, Medina.

Estaba acariciando el lomo del perro.

-¿Qué ha pasado?

–Está muerta –me dijo.

No sé si llegué a mover los hombros involuntariamente. Había muerto el perro... ¿y qué? Me molestaba cuando correteaba por el pasillo y le escuchaba ladrar por las noches.

–Llévatelo –me dijo el marido.

–¿Qué?

–Nos dijiste que harías cualquier cosa por nosotros. Llévate a Medina.

Lo envolvió en la alfombra donde estaba tendido y me la dio.

–Llévatelo –me repitió.

Ella estaba llorando.

–Está bien. ¿Dónde queréis...?

–No nos importa. Llévatelo -me repitió.

Regresé a mi piso y dejé la alfombra que rodeaba al perro en el suelo. ¿Qué se hace con los perros muertos? ¿Los recogían en algún sitio? Nunca me han gustado los animales domésticos, pero odio especialmente a los perros. Una cosa así sólo podía ocurrirme a mí. Sólo a mí.