viernes, 31 de agosto de 2012

Zopilotera

El coche estaba en la puerta de una pequeña tienda. El capó estaba abollado, habían roto el parabrisas y arrancado una puerta, que no se divisaba por ningún lado. Cuando pase al lado, un zopilote estaba dentro, rajando con una navaja la tapicería, mientras que otro trataba de arrancar la puerta del acompañante. Lo hacía de una manera ilógica, absurda: le estaba dando patadas, pero cada vez con menos fuerza, porque, supongo, se había hecho daño.

Lancé una mirada al interior de la tienda: allí había otros dos o tres zopilotes de más edad. Uno tenía en la mano una lata de cerveza de medio litro.

Seguí caminando sin hacer un gesto. Al final de la calle, un viejo contemplaba a los zopilotes. Movía la cabeza.

–Todos los días lo mismo. Todos los días lo mismo –decía.

Me paré junto a él, pero no dije nada. El zopilote había conseguido por fin arrancar la puerta y ahora arrastraba su trofeo por la calle.

–Todos los días lo mismo.

Tomé la calle San Marcos y continué callejeando durante un rato. La ciudad era muy distinta de cómo la recordaba. Las paredes estaban llenas de pintadas. Muchos pisos tenían las persianas bajadas. En todas las calles había coches con los cristales rotos y las puertas arrancadas. Había mucha suciedad. En la esquina de Isaac Peral vi a un municipal: llevaba la camisa por fuera y calzaba unas sandalias. La canana le colgaba por debajo de la cintura. Un tatuaje tribal se deslizaba por su cuello.

–Perdone. Podría decirme dónde está la estación de autobuses. Creía que se encontraba en la calle San Sebastián.

Clavó sus ojos rojos en mí durante un interminable instante, como si no me entendiera, como si tuviera delante a un loco. Hasta rozó con la punta de los dedos la pistola. Olía de manera extraña.

–¿La estación de autobuses? Hace años que la cerraron.

martes, 28 de agosto de 2012

Tres colores



-¿Blanco?

-No –me respondió con una sonrisa.

Parece que le divertía la situación. Me había dicho que tenía que adivinarlo, y me había dado tres opciones. Solté el siguiente color casi sin pensar:

-¿Beis?

-Por supuesto que no.

¡Trallasere! Sólo me quedaba otro color. Mi primera opción había sido beis, desde luego. Es el color más habitual, pero aquella respuesta tan terminante me había hecho pensar.

-Voy a recoger la mesa mientras lo pienso.

-¿Te ayudo?

-No, no te preocupes. Ve eligiendo la película.

La cena no se había desarrollado mal. Me había dicho que le había sorprendido la ensalada, había alabado la forma en que estaba preparado el escalope y había bebido dos vasos de vino, casi tres. Puse los platos en el fregadero. Quizá, en unos minutos, ella se iría y yo no tendría nada mejor que hacer que lavarlos.

Cuando regresé, estaba viendo un programa de Telecinco.

-¿Te gusta eso?

La manera que tuvo de mirarme me hizo darme cuenta de que lo mejor era callarme. Me senté y miré la pantalla: no, la noche no sería como la había planeado. En el programa estaban entrevistando al hijo de una famosa muerta años atrás: ni ella ni su hijo habían encontrado otra forma mejor de ganarse la vida. No estaba prestando demasiada atención, seguía dándole vueltas al color. ¿Sería el rojo? Quizá sí. Pero no podía imaginármela como una chica de rojo. ¿Azul? No. ¿Violeta? A mí personalmente me gustaba bastante, pero no era demasiado habitual. ¿Amarillo? Quizá alguien que ve Telecinco no se merece tantas preocupaciones. Debería decirle que es tarde, que se vaya.

-¿Quieres beber algo más?

Me hizo un gesto con la mano para que me callara. Traté de prestar atención a la pantalla, pero aquello era peor que estar sentada en una silla de púas. ¿Marfil? ¿Verde? Los más habituales, según mi experiencia, eran el beis y el blanco. ¿Rosa? Sí, le podía sentir bien.

Cuando empezó la publicidad, ambas seguimos calladas. Hasta que llegó un anuncio que le recordó su acertijo.

-¿Has pensado ya el color? –me preguntó-. Sólo tienes otra opción.

Se me ocurrió de repente que lo mejor era no responder.

lunes, 27 de agosto de 2012

Hartos de mí

Me hizo un gesto para que me acercara a la puerta.

-¿Qué pasa? –me preguntó.

-Nada, nada. No pasa nada.

-¿Y esos gritos?

-Es que… Nada. Ya está solucionado.

Esperó un instante antes de soltármelo.

-Estamos hartos de ti, de tu comportamiento, de tus estupideces. Ya te enterarás en la siguiente reunión.

Y empujó la puerta.

domingo, 26 de agosto de 2012

Los murmuradores

Miré el reloj: las seis y diez. El cuchicheo que me había despertado procedía de la habitación de estar. Pensé en levantarme y pedirles que se callaran, pero decidí seguir en la cama. Puse la radio, busque en el dial algo entretenido. Encontré el programa de música clásica. Pasé casi media hora escuchando la radio antes de decidirme a abandonar la cama. Pasé por la habitación de estar para coger ropa limpia: había planchado la noche anterior. No había nadie: la televisión estaba desenchufada y no habían movido nada.

Me preparé la leche y me dirigí a la habitación del ordenador. Todo seguía silencioso. Estuve un par de horas leyendo las noticias, buscando información sobre los székelyek y el apellido Csonka, perdiendo el tiempo. Regresé al dormitorio y seguí leyendo el libro de historia de Hungría, del que sólo me faltaban unas páginas.

El ruido se reanudó, el cuchicheo. Simulé que leía, pero estuve urdiendo un plan: les sorprendería. ¿Se creen que me van a engañar? Me levantaría rápido y les daría un susto. Seguro que no esperarían eso.

sábado, 25 de agosto de 2012

El crío

Nos había dicho que matáramos a los hombres y que hiciéramos con las mujeres lo que nuestra conciencia nos dictara, pero que no tocáramos a los niños. Los niños no tenían culpa de nada.

No había pensado en aquello hasta que llegué a aquella granja. El grupo se había quedado en un pueblo y Jerome y yo fuimos a la granja. Cuando nos acercábamos, una bala alcanzó a mi compañero, le hizo una fea herida en el brazo que le tiró del caballo. Iba a ayudarle pero me dijo que matara al granjero.

-Déjame aquí, Reuben.

Es lo que hice. Aguijoneé a Whitefoot y me dirigí a la granja. Aquel tipo, quizá, sólo había tirado contra mapaches, pero nunca contra un jinete que se acercara cabalgando. Alcanzó a dispararme dos veces, antes de que llegara a su lado. Después, cuando me puse a su lado, me observó por unos instantes: en su mirada no había miedo, sino odio. Comenzó a cargar el fusil una tercera vez. Le dejé hacer: no me gusta disparar contra la gente desarmada. Los dedos le temblaban un poco. Cuando levantó el arma, le disparé. Creo que había muerto antes de llegar al suelo.

De repente apareció aquel crío. Le eché once o doce años. No sé dónde diablos aprendió todas aquellas blasfemias. Levanté el revólver y disparé al aire, pero el maldito crío siguió lanzando palabrotas. Me dieron ganas de bajarme del caballo y darle unos buenos azotes, pero mi camarada estaba herido.

-Entierra a tu padre -le dije.

Diablos, el chico debería estar agradecido: ni siquiera quemé la maldita casa. Cuando me había alejado un centenar de pasos, escuché el disparo. Supuse que que la bala había salido alta y que el crío se había caído de espaldas. Deseé que se hubiera destrozado el hombro.

Subí como pude a Jerome en su caballo y nos dirigimos al pueblo. No estaba lejos y no era difícil perderse: el humo marcaba el camino. El pueblo ardía por los cuatro costados. El capitán se acercó y miró la herida de Jerome.

-Reuben -me dijo-, tendremos que cabalgar hasta el río. Nos han dicho que a varias millas hay una compañía de federales.

-Está bien. Yo iré con él.

No tuvo que decirme que no esperaría a nadie porque yo ya lo sabía. Salimos del pueblo como diablos. Pronto, Jerome y yo comenzamos a quedarnos atrás. Había perdido mucha sangre.

-Vamos -le dije-. Ya podrás descansar cuando lleguemos al río.

A media tarde decidí que teníamos que detenernos. Fue entonces cuando me di cuenta de que Whitefoot estaba herido. ¡Aquel maldito niño! Bajé a McClay del caballo. Estaba frío. Le sacudí.

-¿Cómo estás?

-Duele mucho. Es como si tuviera una serpiente dentro del cuerpo.

-Creo que no llegaremos al río -le dije.

-Déjame aquí, Reuben.

-No, no podría dejarte.

-Dile a madre que... No sé. Lo que se te figure.

Sí, tendría que decirle algo. Jerome iba a cumplir los dieciséis años en mayo.

jueves, 23 de agosto de 2012

Las cuevas

-¿Sabes que…?

Mroz no llegó a terminar la frase. Le miró, le lanzó una mirada profunda y le acarició el brazo.

-Siempre –dijo Mroz.

Después siguió por una galería, arrastrando el cubo.

Jwar estuvo a punto de seguirla. Quiso seguirla. Sentía dolor profundo, espantoso.

-Ah, estás ahí –le dijo Harrt-. Te estaba buscando. Tenemos que ir a ver a Yrett.

Jwar siguió a Harrt, se alejaron de la galería que había tomado Mroz. Estaba totalmente a oscuras allí. Harrt camina de prisa y sólo son sus pasos lo que escucha Jwar. Nunca había atravesado galerías tan interiores. Le habían contado que los antiguos habían excavado más y más en las cuevas, pero que finalmente, cansados, lo dejaron: no encontraron nada.

En el fondo de las cuevas vivía Yrett. Todos habían oído hablar de él, pero pocos, muy pocos habían estado en su presencia.

-¿Sigues ahí? –le preguntó Hartt. Su voz sonaba lejana.

-Sí. Te has adelantado mucho.

-Vamos.

Continuaron caminando. El túnel se estrechó. Jwar tocó las paredes con la mano. Estaban húmedas. Padre le había dicho que fuera cauto cuando atravesaba esas galerías: podían caer en cualquier momento, o llenarse repentinamente de agua.

-Cuidado con la cabeza –le advirtió Hartt.

Jwar levantó la mano: el techo era muy bajo. Tuvo que caminar encorvado. La galería se hacía cada vez más pequeña.

Golpeó a Hartt.

-Eh.

-Hemos llegado -susurró.

-¿Quién está ahí? –dijo una voz. Era una voz chillona, extraña.

-Soy el hijo de Frattl –dijo Hartt.

-El hijo de Frattl. Hum. ¿Cómo está tu padre?

-Ha vuelto a las galerías negras –dijo Hartt.

-Allí regresaremos todos. Hum. ¿Quién viene contigo? ¿Habéis traído algo para el viejo Yrett.

Hartt empujó a Jwar para que entregara los alimentos.

-Soy Jwar, hijo de Brerf, nieto de Freuttg.

-Hum. Conocí a tu abuelo. Alguna vez recorrí las galerías con él.

-Jwar ha sido elegido para ir al exterior.

-Hum. El exterior. Peligroso.

El viejo se había echado algo a la boca y lo lamía.

-Tú conociste a alguien que estuvo allí.

-Sí. Hum. El único que regresó. Para vergüenza de su clan. Esto está rico. ¿Sabéis algo de Gritr?

-Regresó a las galerías negras.

-Hum. Supongo que todos acabaremos regresando allí.

-¿Qué hay en el exterior?

El viejo se quedó en silencio. Por un momento Jwar creyó ver una figura acurrucada en el fondo de la galería, no más grande que un niño. Lamía la comida que le habían entregado.

-Hum. El exterior. Peligroso. Hum. El que regresó del exterior, hum, su nombre. No me acuerdo. Decidimos borrarlo de nuestra memoria. Lo llevamos a una de las galerías ciegas y allí lo dejamos. Estuvo llorando durante mucho tiempo, hasta que se quedó en silencio. Entonces supimos que había regresado a las galerías negras.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Brrr




Le estuve explicando lo que había comprado. Era caro, pero lo había conseguido a un buen precio. Y, sobre todo, lo necesitaba; era urgente que comprara uno. Al otro lado de la línea hubo un silencio.

-Es muy barato, una ganga… Me tendrías que comprar uno.

-¿Comprarte uno? Creía que no lo necesitabas. Me habías dicho que…

-No, no… El mío está muy lleno… Sí, lo necesito.

Así que fui a comprarlo: tuve que bajar a la cochera, sacar el coche, dirigirme al centro comercial, buscar lo que me había encargado, evitar a la antigua alumna que estaba en una de las cajas.

Al cabo de una hora, ¡una hora! (mi programa diario había quedado desquiciado) le estaba llamando otra vez.

-Ya lo tengo –le dije.

-¡Qué rápido!

-Todavía quedaban algunos.

-Muchas gracias. Creo que ya sé lo que voy a hacer con él. Voy a dárselo a un amigo.

-¿No era para ti?

-Sí, no lo sé, es decir, lo necesito, pero tengo que hacer un regalo.

-¿Un regalo?

-No sabía que comprarle. Ya veremos. Quizá se lo dé.

-Entonces, ¿necesitarás otro?

-Sí, necesitaré otro.

martes, 21 de agosto de 2012

Regalos


Allí, sobre la mesa, estaba el montículo de regalos. Habían desgarrado el papel de algunos.

-¿Quién ha abierto esto? –le pregunté.

-Vinieron para sacarse fotos.

En la fiesta de homenaje, como es habitual, me entregaron los presentes de despedida. No, no se trataba de algo que pudiera serme útil de cualquier modo, eran regalos que sólo servían para humillarme, para escarnecerme. Por eso, después de abrir los primeros, los fui dejando sobre la mesa, diciendo que había bebido mucho, que me encontraba mal, que los miraría luego.

Siempre que he tenido que comprar un obsequio a los que se iban, buscaba dar un libro que a mí me hubiera gustado. No entiendo esos regalos que sólo se hacen para burlarse, ridículos, grotescos.

-¿Te ayudo a llevarlos al coche? –me preguntó.

¿Llevarlos al coche? No, nada de eso. ¿Para qué iba a llevarlos al coche? ¿Para qué necesito esas porquerías? Para tener que detenerme junto a un contenedor y arrojarlo todo dentro. ¡Que lo hagan ellos!

-No, no. Gracias. Ya me ocupo yo.

-Vamos, tenemos que reunirnos.

¿Una reunión? ¿Todavía querían que asistiera a una de sus estúpidas reuniones, que aguantara al gerente una vez más?

Me quedé solo en el despacho. Por un momento me pasó por la cabeza la idea de esconder los regalos, encima de los armarios, en los cajones, en los ficheros, dentro de la fotocopiadora, sobre el falso techo del cuarto de baño. ¿Dónde poner ese mazacote que me había regalado Sandra?

lunes, 20 de agosto de 2012

El viejo piso

Detengo el coche y me bajo. Contemplo la fachada del viejo bloque. Viví allí, en el piso que mis padres compraron con tanto esfuerzo, durante más de veinte años, en el segundo derecha: las persianas son ahora de aluminio. Pero no es eso lo que me llama la atención. El zócalo está lleno de grafitis, siglas estúpidas que afean la pared. Don Miguel no lo hubiera permitido.

De repente, sale al balcón el tipo que lo compró. Me mira. Me reconoce. Como si adivinara lo que estoy pensando, me grita:

-El interior lo tenemos muy arreglado.

Me pide que suba, pero le digo que no, que sólo pasaba por ahí, que tengo prisa.

domingo, 19 de agosto de 2012

Zapear

Te queda por lo tanto permanecer junto al brasero –la temperatura es muy baja- y ver la tele, zapear, recorrer los canales de la TDT, sin ver nada. Podrías pasar una vida así, pasando de un canal a otro, dejando pasar el tiempo.

Zapear te permite sortear los momentos de aburrimiento, los anuncios repetitivos, las promociones de colchones –siempre una mujer sentada– o de fajas reductoras, la visión de una bicha tragándose un pobre ratón, que sigue vivo todo el proceso. Permite pasar de Los Ángeles a una aldea de Tailandia, al Japón del siglo XVI, al exterior de la casa de un famoso, al decorado irreal de una irreal telenovela venezolana, al despacho oval, a la cabaña de un ndebele.

Como si hubiera tiempo para todo.

sábado, 18 de agosto de 2012

Pídenos lo que quieras

-¿Lo que quiera?

-Sí, lo que quieras –me repitió.

Nos quedamos en silencio. En ese momento, oportunamente, se detuvo el ascensor, se abrió la puerta y apareció un hombre, supongo que su marido, con una caja de cartón. Era mucho más grande que ella. Quizá demasiado grande para ella.

-Hola –me dijo cuando pasó a mi lado.

Llevaban toda la tarde metiendo cosas en el piso. Me había dicho que lo habían alquilado, aunque me resultaba extraño que lo hubieran hecho a mediados de mes.

-Vosotros también me podéis pedir cualquier cosa…

-Bien, gracias –me dijo.

Trataba de identificar su acento, pero me resultaba difícil. Desde luego, venían del norte: muchas eses, palabras articuladas como si estuvieran esculpidas. Dentro del piso, escuché el gruñido de un perro.

-Bueno, vamos a seguir.

Se agachó para coger una bolsa que había en el suelo, y entró en el piso.

-Hasta luego.

Las cortas vacaciones de Silvia Salgado


Anoche estaba zapeando, esperaba que comenzara la película de las diez. Me encontré inesperadamente con Silvia Salgado, a la que creía disfrutando de la holganza estival. ¿Esta mujer no toma vacaciones?, me pregunté. Estaba muy morena, tantástica.

-Esta noche puede cambiar su vida -me dijo.

-No, no. Imposible -le repliqué-. Mi vida no tiene remedio.

Ella siguió hablando, pero no le presté atención. ¿Dónde habrá pasado sus días de descanso? ¿Habrá estado en una playa gallega? ¿En Almería? Desde luego, su bronceado era sistemático. Quizá no se haya movido de Madrid, sólo haya tomado rayos UVA en una cabina.

Al final, cambié de canal para ver la película. Se trataba de Kalifornia, un filme del que había oído hablar pero que no había visto. El argumento me pareció estúpido; Brad Pitt, que hacía el papel de un white trash asesino, sobreactuaba. Aguanté quince, veinte minutos antes de retornar a la cama, donde seguí leyendo.

viernes, 17 de agosto de 2012

El enigma del túnel


El capitán regresó junto a su sección. Cogió los prismáticos y miró hacia el bosque.

–¿Alguna novedad? –le preguntó al sargento Lewinski.

–No. Siguen luchando.

–Le he dicho que nos retiraremos en una hora –dijo Mühe.

–Los rusos pueden estar aquí en cinco minutos o en cuatro horas. Depende de la cantidad de hombres que quieran sacrificar –dijo el sargento. Comenzó a masticar tabaco y lo escupió–. ¿Qué demonios están haciendo en el túnel? Alguien del Estado Mayor me dijo que tenía varios cientos de metros.

–No lo sé. Y no preguntes. Creo que debe tratarse de alguna mina. Tal vez la estén destruyendo para que los rusos no puedan aprovecharla.

–Los chicos de artillería lo harían mucho mejor –dijo el sargento.

Arrastrándose por el suelo, surgió por detrás un hombre de la Organización Todt.

–¿Quién está al mando?

–Yo –dijo Mühe.

El hombre de la O.T. le hizo un gesto para que se apartara de sus hombres: quería decirle algo.

–Estamos listos para evacuar. Nos han dicho que los rusos estaban aquí arriba. Pero no los veo.

Mühe le dio los prismáticos y le señaló el bosquecillo de abetos.

–Están allí. No sé por qué no atacan.

–Me dijo que podían llegar aquí en pocos minutos.

–Cuando quieran. Si tienen un tanque, nos aplastarán en unos minutos. La policía militar no suele disponer de armamento pesado.

El hombre de la O.T. pareció pensar.

–Es muy importante lo que se esconde en ese túnel –dijo como para sí.

Mühe no replicó. Lanzó una mirada de complicidad al sargento, que se había ido acercando.

–Yo cumplo órdenes. Me dijeron que les sacara de aquí cuando llegaran los rusos y que me asegurara de que detonaba la boca del túnel. Es lo que voy a hacer.

De nuevo, el Stuka comenzó a revolotear encima de ellos. Esta vez los rusos tenían preparado el antiaéreo. Blancas nubecillas rodearon el aparato, que sin embargo siguió girando en el aire y volvió a atacar las posiciones rusas. Se escuchó una gran explosión. El Stuka no salió de la nube de humo.

El sargento Lewinski escupió el cigarro.

–Esto se está poniendo serio. Dígales a sus amigos que hay que irse.

Mühe volvió a mirar por los prismáticos. La opresiva forma de un tanque se recortaba entre los árboles.

–¿Qué es eso?

–¡Diablos! Es un cañón autopropulsado. Suelen ir acompañados de la infantería.

–Si lo destruyéramos, tendríamos algo más de tiempo. Me dijeron que necesitaban una hora más.

Lewinski volvió a escupir. Había entrado en la gendarmería después de ser herido en Polonia. Se había propuesto no combatir más.

–Dadme todas las granadas que tengáis.

–¿Qué vas a hacer?

–Si consigo que una bomba caiga dentro, se freirán todos.

El sargento avanzó arrastrándose hasta las líneas rusas. Mühe miró a la boca del túnel. Estaban sacando algo muy pesado y cargando los coches. Un caza ruso les sobrevoló, pero ametralló un antiguo nido de ametralladoras que habían abandonado el día anterior.

Miró con los prismáticos el cañón autopropulsado. Nada. Ni rastro de Lewinski. De pronto, los rusos comenzaron a disparar a la derecha.

–Disparad, disparad. Hay que cubrir al sargento.

La explosión fue terrible. Mühe sintió un golpe de aire caliente en la cara. Cuando miró con los prismáticos, una nube negra se había levantado de la torreta del cañón autopropulsado. Los rusos habían retrocedido.

–Alto el fuego.

El sargento Lewinski cayó en la trinchera. Tenía la guerrera rota y la cara ennegrecida.

–Me tendrán que dar una medalla –dijo, agarrando la cantimplora que le ofrecía el capitán y tragando el agua.

Uno de los soldados informó a Mühe que los de la Organización Todt se habían subido a los coches. El capitán se dirigió a la boca del túnel. Al fondo vio una sombra.

–Eh, salga. Tengo que volar la mina.

Uno de los profesores se puso a su lado.

–Déjelo. Olvide lo que ha visto.

–Hay alguien dentro.

–Dele un poco de tiempo, hasta que llegue al fondo.

Asombrado, Mühe miró al profesor.

–Va a morir.

–No se preocupe. Se ha ofrecido voluntario.

Los hombres de la Organización Todt, que habían pasado días y días en el túnel, estaban ahora en los coches, esperando que arrancara la caravana.

–¿Está preparando las cargas?

–Sí. Tengan cuidado cuando nos detengamos. Estamos en retirada y los zapadores están colocando minas en todas las viviendas. No toquen nada.

La caravana de coches se puso en marcha. Apenas recorridos doscientos metros se encontraron con las tropas de línea. A lo lejos se escuchó una enorme explosión.

El sargento Lewinski vino corriendo por la carretera. Había perdido el casco y tenía una herida en la frente, de la que manaba un hilillo de sangre.

–Vamos –le gritó a Mühe.

El coche arrancó y recorrió a toda velocidad la carretera, franqueada por altos olmos. El conductor a veces tenía que detenerse, deslumbrado por el sol de la tarde, que lentamente se estaba escondiendo en el oeste.

martes, 14 de agosto de 2012

Bent and broken



Ayer, como todos los días, me conecté a internet y me puse a escuchar el programa matutino de la BBC 2. Me llevé una triste sorpresa: Ken Bruce había regresado. ¡Qué disgusto! Durante unos días, estuve disfrutando de la hermosa y sugestiva voz de Claudia Winkleman. Ella consiguió engancharme al programa. Hace una semana me sedujo con una canción de Keane, Bend and break: por una vez le encontré sentido a la letra. Claudia dijo que la canción le gustaba mucho; no sonaba a falso: todos los locutores simulan que les gustan las canciones que programan. Inmediatamente descargué Bend and break y la aposenté en el reproductor de MP3.

Hasta ahora, mi canción preferida de Keane era This is the last time, la sintonía de despedida de un programa dominical de deportes. A las una de la noche suelo, solía dejar el libro que estaba leyendo y conectar la radio: iba a empezar un programa que me gusta especialmente. El programa de deportes terminaba, casi siempre tarde, y se despedía con la canción de Keane. Así acababa el fin de semana.

Ahora prefiero Bend and break. En fin, se acabó Claudia: I won’t meet her in the morning when I wake, not anymore, I won’t meet her on the other side, I won’t meet her in the light.



(Menos mal que Mrs. Winkleman ni habla castellano ni tiene tiempo de leer lo que de ella se escribe en internet: de mí pensaría que estoy un poco loco, lo que no se aleja demasiado de la realidad.)

domingo, 12 de agosto de 2012

El veredicto de Paloma Zorrilla


Paloma Zorrilla ha emitido un veredicto. Riguroso, implacable. El público empieza a aplaudir. Yo me quedo paralizado, ni siquiera me doy cuenta de que la presentadora, después de largar un comentario estúpido, nos ha despedido: el programa ha acabado. Mi oponente se acerca con una sonrisa de satisfacción y me dice algo, que no logro escuchar. Los que han asistido al juicio se le acercan, comienzan a darle palmadas en la espalda, a felicitarle. Se aleja rodeado de gente, triunfante, como un torero que hubiera cortado dos orejas en Las Ventas.

Permanezco agarrotado durante unos instantes. Hasta que se aproxima uno de los que más han vociferado contra mí, de los que más vehementemente han defendido a mi oponente. Está tan cerca que percibo el extraño olor sulfúreo que emana de él.

-Estaba contigo –me susurra-, pero hoy me tocaba apoyar al otro.

Le miro aturdido, no le respondo.

Poco a poco, el plató se queda vacío, en silencio. Apagan los focos, ya sólo queda una luz débil al fondo. ¿Se han olvidado de mí? No, sé que los ejecutores esperan fuera.

Pasa el tiempo y sigo dándole vueltas a la cabeza: la acumulación de errores, el fracaso. No puedo moverme. El veredicto de Paloma Zorrilla ha sido riguroso, implacable.

sábado, 4 de agosto de 2012

El misterio de la calle de los Francos


Habitualmente, cuando llego al semáforo de Hacienda, compruebo si viene un coche y cruzo, incluso en rojo: resulta extraño que por allí pase ningún vehículo. Ayer, sin embargo, dudé: había dos o tres peatones esperando. Y ella. Pelo recogido, un vestido minifalda blanco, un poco abierto por la espalda, que dejaba a la vista no sólo el sostén beis sino también la piel bronceada, sin marcas. Ahora, en verano, muchos presumen de piel tostada. Sí, tostada, quemada, agrietada. Ella tenía la piel morena. Daban ganas de acariciarla.

Por una vez, dejé los pies para el final. Llevaba sandalias abiertas. Las uñas sin pintar, pero muy cuidadas.

El semáforo de Hacienda es uno de los que muestran el tiempo que permanece abierto y cerrado. Todavía faltaban veinte, dieciocho, diecisiete segundos. Cruzó un hombre que llevaba camisa de manga larga y corbata, tal vez un empleado de banco que había salido a desayunar y que se retrasaba. Gracias a Dios, ella siguió esperando y yo, detrás, la seguí examinando de arriba abajo.

Se abrió el semáforo y ella esperó un segundo antes de cruzar, como si tuviera el temor de que algún coche fuera a girar en el último momento. Caminaba despacio y a mí, más alto, me obligó a caminar muy despacio. De alguna forma se dio cuenta de mi persecución. Quizá se percató de que la seguía cuando pasamos por la esquina de Hacienda, el único sitio en toda la plaza desde la que se ve la torre del castillo. Esta vez, desde luego, no me fijé.

No me supuso ningún problema que acelerara el paso.

Estaba preguntándome dónde iría cuando, repentinamente, siguió caminando por la acera de la calle de los Francos. ¡Me dejó un poco descolocado! Nadie va por esa calle: allí no hay tiendas, nada, y ni siquiera permite atajar para llegar a otro sitio. Lo normal habría sido seguir por la avenida de Andalucía. Durante un segundo, dudé qué camino tomar. Entonces...