viernes, 17 de agosto de 2012

El enigma del túnel


El capitán regresó junto a su sección. Cogió los prismáticos y miró hacia el bosque.

–¿Alguna novedad? –le preguntó al sargento Lewinski.

–No. Siguen luchando.

–Le he dicho que nos retiraremos en una hora –dijo Mühe.

–Los rusos pueden estar aquí en cinco minutos o en cuatro horas. Depende de la cantidad de hombres que quieran sacrificar –dijo el sargento. Comenzó a masticar tabaco y lo escupió–. ¿Qué demonios están haciendo en el túnel? Alguien del Estado Mayor me dijo que tenía varios cientos de metros.

–No lo sé. Y no preguntes. Creo que debe tratarse de alguna mina. Tal vez la estén destruyendo para que los rusos no puedan aprovecharla.

–Los chicos de artillería lo harían mucho mejor –dijo el sargento.

Arrastrándose por el suelo, surgió por detrás un hombre de la Organización Todt.

–¿Quién está al mando?

–Yo –dijo Mühe.

El hombre de la O.T. le hizo un gesto para que se apartara de sus hombres: quería decirle algo.

–Estamos listos para evacuar. Nos han dicho que los rusos estaban aquí arriba. Pero no los veo.

Mühe le dio los prismáticos y le señaló el bosquecillo de abetos.

–Están allí. No sé por qué no atacan.

–Me dijo que podían llegar aquí en pocos minutos.

–Cuando quieran. Si tienen un tanque, nos aplastarán en unos minutos. La policía militar no suele disponer de armamento pesado.

El hombre de la O.T. pareció pensar.

–Es muy importante lo que se esconde en ese túnel –dijo como para sí.

Mühe no replicó. Lanzó una mirada de complicidad al sargento, que se había ido acercando.

–Yo cumplo órdenes. Me dijeron que les sacara de aquí cuando llegaran los rusos y que me asegurara de que detonaba la boca del túnel. Es lo que voy a hacer.

De nuevo, el Stuka comenzó a revolotear encima de ellos. Esta vez los rusos tenían preparado el antiaéreo. Blancas nubecillas rodearon el aparato, que sin embargo siguió girando en el aire y volvió a atacar las posiciones rusas. Se escuchó una gran explosión. El Stuka no salió de la nube de humo.

El sargento Lewinski escupió el cigarro.

–Esto se está poniendo serio. Dígales a sus amigos que hay que irse.

Mühe volvió a mirar por los prismáticos. La opresiva forma de un tanque se recortaba entre los árboles.

–¿Qué es eso?

–¡Diablos! Es un cañón autopropulsado. Suelen ir acompañados de la infantería.

–Si lo destruyéramos, tendríamos algo más de tiempo. Me dijeron que necesitaban una hora más.

Lewinski volvió a escupir. Había entrado en la gendarmería después de ser herido en Polonia. Se había propuesto no combatir más.

–Dadme todas las granadas que tengáis.

–¿Qué vas a hacer?

–Si consigo que una bomba caiga dentro, se freirán todos.

El sargento avanzó arrastrándose hasta las líneas rusas. Mühe miró a la boca del túnel. Estaban sacando algo muy pesado y cargando los coches. Un caza ruso les sobrevoló, pero ametralló un antiguo nido de ametralladoras que habían abandonado el día anterior.

Miró con los prismáticos el cañón autopropulsado. Nada. Ni rastro de Lewinski. De pronto, los rusos comenzaron a disparar a la derecha.

–Disparad, disparad. Hay que cubrir al sargento.

La explosión fue terrible. Mühe sintió un golpe de aire caliente en la cara. Cuando miró con los prismáticos, una nube negra se había levantado de la torreta del cañón autopropulsado. Los rusos habían retrocedido.

–Alto el fuego.

El sargento Lewinski cayó en la trinchera. Tenía la guerrera rota y la cara ennegrecida.

–Me tendrán que dar una medalla –dijo, agarrando la cantimplora que le ofrecía el capitán y tragando el agua.

Uno de los soldados informó a Mühe que los de la Organización Todt se habían subido a los coches. El capitán se dirigió a la boca del túnel. Al fondo vio una sombra.

–Eh, salga. Tengo que volar la mina.

Uno de los profesores se puso a su lado.

–Déjelo. Olvide lo que ha visto.

–Hay alguien dentro.

–Dele un poco de tiempo, hasta que llegue al fondo.

Asombrado, Mühe miró al profesor.

–Va a morir.

–No se preocupe. Se ha ofrecido voluntario.

Los hombres de la Organización Todt, que habían pasado días y días en el túnel, estaban ahora en los coches, esperando que arrancara la caravana.

–¿Está preparando las cargas?

–Sí. Tengan cuidado cuando nos detengamos. Estamos en retirada y los zapadores están colocando minas en todas las viviendas. No toquen nada.

La caravana de coches se puso en marcha. Apenas recorridos doscientos metros se encontraron con las tropas de línea. A lo lejos se escuchó una enorme explosión.

El sargento Lewinski vino corriendo por la carretera. Había perdido el casco y tenía una herida en la frente, de la que manaba un hilillo de sangre.

–Vamos –le gritó a Mühe.

El coche arrancó y recorrió a toda velocidad la carretera, franqueada por altos olmos. El conductor a veces tenía que detenerse, deslumbrado por el sol de la tarde, que lentamente se estaba escondiendo en el oeste.