martes, 24 de julio de 2012

La subida del IVA



Entré en la sala de lectura buscando algún periódico, pero sólo vi a Faustino con la nariz hundida en un libro monstruoso, el Summa Artis. A pesar de la que estaba cayendo, llevaba un bochornoso jersey: daba calor contemplarle. Estos últimos días, la canícula no me deja dormir; esta noche he tenido que levantarme varias veces para beber agua, la cama ardía, me sentía en el infierno. Supongo que, para Faustino, el castigo sería acabar en el helado averno de los nórdicos: el nuestro le dejaría indiferente.

Como otras veces, iba a evitarle, siempre ando evitando a todo el mundo, pero levantó la vista. Nuestros ojos se cruzaron. Me quedé durante un instante sin saber qué hacer. Probablemente no se había dado cuenta de mi presencia, no me había reconocido pero me decidí a acercarme: en su mesa también estaba sentada una universitaria que llevaba una camiseta blanca de tirantes, con un curioso calado en el escote.

-¿Cómo estás? –le pregunté-. ¿Qué haces?

La universitaria nos lanzó una mirada displicente. Estaba atareada con unos folios repletos de fórmulas matemáticas, que había cubierto de colores: verde, amarillo, violeta, rosa. Miré fugazmente su bronceada piel: quizá se fuera a una piscina cuando cerraban la biblioteca. La mesa estaba llena de rotuladores, lápices, clips multicolores, marcadores de texto.

-¿Sabías que el policromado del Pórtico de la Gloria se perdió por culpa de los americanos? –me preguntó Faustino.

Estaba leyendo el volumen dedicado al arte románico. Comenzó a explicarme lo de los americanos. Estuve a punto de interrumpirle para marcharme, pero la universitaria, después de escribir algo en la pantalla del móvil, se había levantado y nos había dejado solos. Decidí esperar a que regresara. Llevaba unas sandalias hermosas: se había pintado las uñas de los pies de colores diferentes.

Faustino siguió con lo del Pórtico de la Gloria. Tuvo que contármelo tres veces para que pudiera enterarme. Ahora comprendo que, después de un curso, las Hijas de la Misericordia, inmisericordemente, no le renovaran el contrato: hubiera debido hincar los codos, aprobar las oposiciones y entrar en la pública.

-¿Cómo te va a afectar lo del IVA? –le pregunté por preguntarle algo: sólo quería hablar, hacer tiempo hasta que regresara la universitaria.

-Fatal –me respondió. Me hizo un gesto para que me acercara-. Voy a… a… de agosto –me susurró.

-¿Qué?

No soy del todo sincero si digo que no le había entendido. De hecho, le había entendido bien.

-Ya sabes –me dijo-. Es demasiado caro. Hay que morirse antes de que acabe agosto.

Faustino estaba preocupado. Me senté y comenzamos a tratar el asunto. Me dijo que un buen funeral costaba cuatro mil euros, cinco mil. El ataúd, el nicho, las flores.

-La subida se comería un mes de la pensión de mi madre. Tengo que hacerlo antes de que acabe agosto.

Le dije que quizá no convenía esperar a final de mes. Los de la funeraria podían facturar el nuevo IVA.

-No se atreverán.

Antes de responder, aprovechando una distracción de Faustino, cogí uno de los marcadores de la universitaria. Creo que no se dio cuenta.

-Hay que tener cuidado. Suelen presentar la factura con uno o dos meses de retraso, esperan a que los familiares se hayan recuperado un poco. He escuchado en algún sitio que se aplica el IVA que hay en el momento en que se realiza la factura.

-¿Cuándo me aconsejas que lo haga?

-A mediados de agosto estaría bien.

-¿El 15?

-No, el 15 es fiesta. El 16 o el 17. Al atardecer, desde luego. Te velarían durante la noche y te enterrarían antes de que apriete el calor.

No creo que entendiera lo del calor. Faustino ya había pensado en el asunto, y encontraba un problema: la autopsia. ¿Cuánto tardaría?

La verdad es que no conseguimos llegar a un acuerdo sobre la mejor hora. Quizá su madre y sus familiares fueran tan impunes al calor como él mismo.

-Estaré atento a las esquelas –le dije cuando nos despedimos.

La universitaria todavía no había regresado. Ya habían dejado El Mundo cuando regresé a la mesa de los periódicos, pero había decidido marcharme.

Ella estaba en la puerta, hablando con otra muchacha que llevaba el pelo teñido de negro. Cualquiera de los dos podía ser mi hija, pero no pensé en ellas como si fuera su padre. Comprobé que por alguna razón, la que estaba en la mesa de Faustino no se había pintado el dedo índice del pie. No, no lo llevaba pintado. Quizá no había encontrado pintauñas del color que quería aplicarse.

Mientras escribo esto, contemplo el marcador de texto que le cogí. Lo tengo sobre la mesa. Trató de pensar en la universitaria, pero no lo consigo: me viene a la cabeza Faustino.