viernes, 20 de julio de 2012

La fabada



Me desperté en mitad de la noche y me entraron ganas de comer fabada, una fabada enlatada, así que me levanté y fui a la cocina. Todavía quedaban dos latas de callos y, afortunadamente, una de fabada, que puse en un plato. Dos minutos en el microondas. El timbre sonó como la campana del infierno. Cuando la estaba sacando, le escuché caminar en el pasillo. Puse el plato encima del frigorífico y recé para que no lo encontrara. Me quedé en la terraza, contemplando el cielo, escuchando las cigarras. Esperé cinco, seis, diez minutos, hasta que se apagó la luz de la cocina. Esperé todavía un poco más: le gusta sorprenderme a oscuras.

Cuando regresé, me di cuenta de que había visto el plato: se había comido la morcilla; la había cogido con los dedos. Busqué algo de pan, pero la canasta estaba vacía. Quizá también él se había levantado para comer algo. Siempre tenemos pan en el congelador, pero no quise utilizar de nuevo el microondas. Devoré la fabada, sin disfrutarla. No me sentó bien. Me dolía la barriga cuando regresé a la cama y tuve que levantarme varias veces para beber agua. Él se había llevado la botella que había en el frigorífico al dormitorio, por lo que tuve que conformarme con el caldo que salía del grifo.

Por la mañana, cuando me desperté, él ya se había levantado. Estaba en la cocina, tomando un café con leche y leyendo el periódico del día anterior: siempre deja artículos pendientes, críticas de libros, la editorial, alguna entrevista. No me dijo nada de la fabada: iba a chantajearme.