lunes, 10 de diciembre de 2012

La higienista dental



Bismarck se equivocó al afirmar que lo peor había pasado después de entrar en la consulta del dentista. El viernes, cuando te reconstruyeron el empaste, fue un día horroroso, aunque menos terrible que hoy, en que tocaba la limpieza.

Cuando entras, la recepcionista te saluda pronunciando tu nombre, algo que te molesta, que odias, y te dice que tendrás que esperar un poco. Te quitas el abrigo, te sientas y coges una de las manoseadas revistas que hay en la mesilla. Te pones a mirar las fotos.

De repente, aparece la higienista. Tu sorpresa es mayúscula.

–¿Te acuerdas de mí? –te pregunta.

¡Demonios! Sí, claro que la recuerdas. Estaba en aquel 3º C espeluznante. Ella… Ella…. En las sesiones de evaluación la llamabais la Niña del Exorcista.

–Sí. ¿Aquí trabajas? –le replicas, tratando de mostrarte afable.

Ella está mirando el cuadrante con las citas. Pasea su dedo perverso por los nombres allí anotados. Se gira y te lanza una sonrisa demoníaca.

–Ahora mismo estoy contigo.

Sientes una conmoción. ¿Qué diablos hace esa trabajando aquí? ¿Es que no hacen pruebas psicológicas a sus empleados? La consternación inicial va dando paso al pánico, al terror. Piensas que, después de todo, no todo es culpa suya. Erras un profesor horrible, horrendo: entrabas en clase, anotabas los ejercicios que tenían que hacer en la pizarra y te ponías a leer el periódico. No te importaba lo que hicieran, lo que ella hiciera.

Sigues con la revista apoyada en la rodilla, sin poder leerla . Pasa otra vez por delante de ti. La ves escribir algo en el móvil, algo así como: Tía, no te puedes imaginar quien está aquí. El payaso ese. Ahora se va a enterar. Te viene a la cabeza el triste destino de Tojo que, prisionero de guerra, fue atendido por dentistas estadounidenses: le dejaron la boca como la de un hotentote.

De repente, la recepcionista se levanta con una carpeta en la mano y entra en un despacho. A través de la puerta de cristal ves que está hablando con alguien. No lo piensas dos veces. Sales corriendo, sin mirar atrás, como si te persiguieran una legión de enloquecidos zombis.

Has recorrido unos metros cuando escuchas unos gritos a tus espaldas.

–¡Eh...! ¡Eh...! ¡EH......!

Toda la gente gira la cabeza, pero tú no te detienes hasta llegar al patio de la urbanización: estás exhausto. Sólo entonces te das cuenta de que te has dejado el abrigo en el dentista. ¡Dios de los dioses! Haces un rápido repaso de lo que tenías en los bolsillos: pañuelos, un almanaque del año 2008, una o dos bolsas de plástico, un condón que te dieron en el instituto hace seis o siete años, pilas, el reproductor de MP3. Lo peor ese esto último, pero mientras subes las escaleras piensas que ya tienes decidido qué regalo te va a traer San Nicolás.

Cuando llegas al piso está sonando el timbre del teléfono. Miras el número. ¡Es el del dentista!