sábado, 7 de abril de 2012

Choque de reyes

Hoy me he levantado temprano, tanto, que he tenido que esperar más de una hora a que entrara suficiente luz por la ventana: tenía que coger el taladro. He colgado las lámparas en los dormitorios, en el mío y en el pequeño. He medido y vuelto a medir, desde el techo, desde el suelo, para que no quedaran torcidas. Ha sido un trabajo largo, complicado. Cuando he terminado, estaba sudando, por lo que he decidido ducharme.

En el cuarto de baño, he encontrado que la cisterna sigue soltando agua. La he desmontado y he comprobado que una junta está desgastada. Ahora voy a salir a la calle a comprar un repuesto. Después...



La verdad es que no he hecho nada de eso. Hace dos semanas desde que compré las lámparas, pero no las he colgado: tengo pavor al taladro. Sí, me he levantado temprano, pero después de pasar un rato leyendo los periódicos de internet, he regresado a la cama y he seguido leyendo el segundo volumen del libro de George R.R. Martin. Hace unos días comenzó la segunda temporada de Juego de tronos y estoy impaciente por saber lo que va a ocurrir a continuación.

A veces, con este tipo de libros, me siento como Swann con Odette: estoy perdiendo el tiempo con algo que en el fondo no me gusta. Hay decenas de series de fantasías heroicas. Todas mezclan un poco la edad media con las leyendas nórdicas. Tolkien se hizo famoso con la suya por la cantidad de detalles con los que dotó al mundo que creó. Martin se ha limitado a introducir lo escabroso y lo sicalíptico; si hubiera escrito El señor de los anillos, se habría regocijado en los encuentros sexuales entre Aragorn y Arwen, y hubiera convertido a los orcos en violadores compulsivos. Sigo prefiriendo la fantasía medieval de Eslava Galán, Los dientes del dragón.



Y sin embargo hay personajes de Canción de hielo y fuego que me resultan atractivos: Tyrion, Jon Nieve, Jorah Mormont. Todos, de una manera u otra, son exiliados o viven al margen de la sociedad; todos tienen principios en un mundo sin principios.