El coche estaba en la puerta de una pequeña tienda. El capó estaba abollado, habían roto el parabrisas y arrancado una puerta, que no se divisaba por ningún lado. Cuando pase al lado, un zopilote estaba dentro, rajando con una navaja la tapicería, mientras que otro trataba de arrancar la puerta del acompañante. Lo hacía de una manera ilógica, absurda: le estaba dando patadas, pero cada vez con menos fuerza, porque, supongo, se había hecho daño.
Lancé una mirada al interior de la tienda: allí había otros dos o tres zopilotes de más edad. Uno tenía en la mano una lata de cerveza de medio litro.
Seguí caminando sin hacer un gesto. Al final de la calle, un viejo contemplaba a los zopilotes. Movía la cabeza.
–Todos los días lo mismo. Todos los días lo mismo –decía.
Me paré junto a él, pero no dije nada. El zopilote había conseguido por fin arrancar la puerta y ahora arrastraba su trofeo por la calle.
–Todos los días lo mismo.
Tomé la calle San Marcos y continué callejeando durante un rato. La ciudad era muy distinta de cómo la recordaba. Las paredes estaban llenas de pintadas. Muchos pisos tenían las persianas bajadas. En todas las calles había coches con los cristales rotos y las puertas arrancadas. Había mucha suciedad. En la esquina de Isaac Peral vi a un municipal: llevaba la camisa por fuera y calzaba unas sandalias. La canana le colgaba por debajo de la cintura. Un tatuaje tribal se deslizaba por su cuello.
–Perdone. Podría decirme dónde está la estación de autobuses. Creía que se encontraba en la calle San Sebastián.
Clavó sus ojos rojos en mí durante un interminable instante, como si no me entendiera, como si tuviera delante a un loco. Hasta rozó con la punta de los dedos la pistola. Olía de manera extraña.
–¿La estación de autobuses? Hace años que la cerraron.
Lancé una mirada al interior de la tienda: allí había otros dos o tres zopilotes de más edad. Uno tenía en la mano una lata de cerveza de medio litro.
Seguí caminando sin hacer un gesto. Al final de la calle, un viejo contemplaba a los zopilotes. Movía la cabeza.
–Todos los días lo mismo. Todos los días lo mismo –decía.
Me paré junto a él, pero no dije nada. El zopilote había conseguido por fin arrancar la puerta y ahora arrastraba su trofeo por la calle.
–Todos los días lo mismo.
Tomé la calle San Marcos y continué callejeando durante un rato. La ciudad era muy distinta de cómo la recordaba. Las paredes estaban llenas de pintadas. Muchos pisos tenían las persianas bajadas. En todas las calles había coches con los cristales rotos y las puertas arrancadas. Había mucha suciedad. En la esquina de Isaac Peral vi a un municipal: llevaba la camisa por fuera y calzaba unas sandalias. La canana le colgaba por debajo de la cintura. Un tatuaje tribal se deslizaba por su cuello.
–Perdone. Podría decirme dónde está la estación de autobuses. Creía que se encontraba en la calle San Sebastián.
Clavó sus ojos rojos en mí durante un interminable instante, como si no me entendiera, como si tuviera delante a un loco. Hasta rozó con la punta de los dedos la pistola. Olía de manera extraña.
–¿La estación de autobuses? Hace años que la cerraron.