sábado, 4 de agosto de 2012
El misterio de la calle de los Francos
Habitualmente, cuando llego al semáforo de Hacienda, compruebo si viene un coche y cruzo, incluso en rojo: resulta extraño que por allí pase ningún vehículo. Ayer, sin embargo, dudé: había dos o tres peatones esperando. Y ella. Pelo recogido, un vestido minifalda blanco, un poco abierto por la espalda, que dejaba a la vista no sólo el sostén beis sino también la piel bronceada, sin marcas. Ahora, en verano, muchos presumen de piel tostada. Sí, tostada, quemada, agrietada. Ella tenía la piel morena. Daban ganas de acariciarla.
Por una vez, dejé los pies para el final. Llevaba sandalias abiertas. Las uñas sin pintar, pero muy cuidadas.
El semáforo de Hacienda es uno de los que muestran el tiempo que permanece abierto y cerrado. Todavía faltaban veinte, dieciocho, diecisiete segundos. Cruzó un hombre que llevaba camisa de manga larga y corbata, tal vez un empleado de banco que había salido a desayunar y que se retrasaba. Gracias a Dios, ella siguió esperando y yo, detrás, la seguí examinando de arriba abajo.
Se abrió el semáforo y ella esperó un segundo antes de cruzar, como si tuviera el temor de que algún coche fuera a girar en el último momento. Caminaba despacio y a mí, más alto, me obligó a caminar muy despacio. De alguna forma se dio cuenta de mi persecución. Quizá se percató de que la seguía cuando pasamos por la esquina de Hacienda, el único sitio en toda la plaza desde la que se ve la torre del castillo. Esta vez, desde luego, no me fijé.
No me supuso ningún problema que acelerara el paso.
Estaba preguntándome dónde iría cuando, repentinamente, siguió caminando por la acera de la calle de los Francos. ¡Me dejó un poco descolocado! Nadie va por esa calle: allí no hay tiendas, nada, y ni siquiera permite atajar para llegar a otro sitio. Lo normal habría sido seguir por la avenida de Andalucía. Durante un segundo, dudé qué camino tomar. Entonces...