Después de varios minutos de saludos, jaculatorias, intercambio de regalos, el coronel Tutasz consiguió que el emir se sentara.
–¡Maciek! Tráenos un té –le gritó a su ayudante.
El asunto que Tutasz tenía que tratar con el emir era ciertamente espinoso. Habían pasado ya varias semanas desde la llegada del inefable Romanowicz, y desde entonces se habían sucedido los problemas: un pelotón de áscaris se había insubordinado –tres ahorcados y veintisiete azotados–; la mitad de los criados habían desaparecido, se habían marchado; Górniak, el indispensable Górniak, había pedido el traslado. Una mañana, encontraron excrementos de vaca en la puerta de la residencia de Romanowicz: había sido cosa de los áscaris, probablemente, pero el coronel Tutasz sospechaba que cualquiera de los oficiales podía haber perpetrado el atentado.
–Hace unas semanas llegó un nuevo oficial.
El emir abrió los brazos.
–Sí, mi sobrino me habló de él.
Tutasz esperó que el emir dijera algo más, pero el hausa permaneció discretamente callado. Maciek llegó con el té y lo sirvió en silencio. El coronel aprovechó para mirar al emir. Tenía un rostro muy oscuro, negro. Si no fuera por las ropas que llevaba, no habría manera de distinguirlo de otros hausa, pero el emir se ufanaba de descender de un príncipe fatimí y de hablar árabe.
–Querido amigo, tengo que reconocerte que estamos muy descontentos con el capitán Romanowicz.
El emir, expectante, sorbía el té.
–Me gustaría que le invitaras a cazar.
–¿Qué le invite a cazar?
–Sí, a una partida de caza. Que cace, no sé, un búfalo, un león, lo que sea.
El emir lanzó una mirada confusa al coronel Tutasz.
–Desde luego, si al capitán le pasara algo, si sufriera un accidente, tú no serías el culpable, mi querido amigo, no te consideraríamos responsable de su muerte.
–¡Maciek! Tráenos un té –le gritó a su ayudante.
El asunto que Tutasz tenía que tratar con el emir era ciertamente espinoso. Habían pasado ya varias semanas desde la llegada del inefable Romanowicz, y desde entonces se habían sucedido los problemas: un pelotón de áscaris se había insubordinado –tres ahorcados y veintisiete azotados–; la mitad de los criados habían desaparecido, se habían marchado; Górniak, el indispensable Górniak, había pedido el traslado. Una mañana, encontraron excrementos de vaca en la puerta de la residencia de Romanowicz: había sido cosa de los áscaris, probablemente, pero el coronel Tutasz sospechaba que cualquiera de los oficiales podía haber perpetrado el atentado.
–Hace unas semanas llegó un nuevo oficial.
El emir abrió los brazos.
–Sí, mi sobrino me habló de él.
Tutasz esperó que el emir dijera algo más, pero el hausa permaneció discretamente callado. Maciek llegó con el té y lo sirvió en silencio. El coronel aprovechó para mirar al emir. Tenía un rostro muy oscuro, negro. Si no fuera por las ropas que llevaba, no habría manera de distinguirlo de otros hausa, pero el emir se ufanaba de descender de un príncipe fatimí y de hablar árabe.
–Querido amigo, tengo que reconocerte que estamos muy descontentos con el capitán Romanowicz.
El emir, expectante, sorbía el té.
–Me gustaría que le invitaras a cazar.
–¿Qué le invite a cazar?
–Sí, a una partida de caza. Que cace, no sé, un búfalo, un león, lo que sea.
El emir lanzó una mirada confusa al coronel Tutasz.
–Desde luego, si al capitán le pasara algo, si sufriera un accidente, tú no serías el culpable, mi querido amigo, no te consideraríamos responsable de su muerte.