jueves, 6 de septiembre de 2012

De cómo gané dos mil pesetas



Me dijo que podía ganarme mil pesetas. ¡Mil pesetas! En aquella época, hace más de veinte años, era todo un dineral. Recuerdo que entonces los billetes estaban adornados con el rostro de Galdós, toda una premonición, porque yo solía gastarme todo el dinero que podía conseguir en libros.

Quedé un sábado por la mañana con él. Tuve que esperarle en la plaza un poco. Finalmente, apareció en el Land Rover y me dijo que subiera. Tomamos el carril de La Charca y nos paramos cerca de un viejo cortijo que se llamaba, si no recuerdo mal, Toladillos.

Me dijo que me bajara y que sacara la pala y el pico de atrás. Caminamos un poco y después se detuvo. Cogió un palo y trazó un círculo irregular.

–Quiero que hagas aquí un agujero.

Me dijo que una profundidad de metro y medio estaría bien.

–¿No has traído agua?

–No.

–Voy al coche a por una botella –me dijo.

Trajo una botella de dos litros. Era una botella de plástico forrada de esparto. Entonces, todo el mundo tenía una. Todos menos yo.

–Toma –me dijo.

Yo había comenzado con el pico. Removía la tierra y luego la sacaba con la pala. Me estuvo mirando durante un tiempo, mientras se fumaba un cigarrillo. Podía notar sus ojos clavados en mi espalda.

–Volveré dentro de un rato –me dijo.

Cuando me dejó solo, decidí tomármelo con más tranquilidad. Descansaría cuando llegara a la altura de mi cintura. Para entonces, calculaba, tendría más de medio hoyo cavado. La capa de tierra superficial fue fácil, pero pronto me encontré con una tierra blanca y dura, con tendencia a aterronarse. Las manos me dolían. Me hallaba bañado en sudor. Era agotador.

Cuando por fin me senté a descansar, hacía un tiempo que el campo se había llenado del canto de las cigarras. Eché un trago de agua. Tenía sabor a naranja y a algo más. Incluso caliente como estaba me supo a gloria.

La segunda mitad del hoyo me costó mucho más. Aquella tierra blanca era cada vez más dura. Dejé la pala y arrojaba los terrones al borde del hoyo. Me dolían los brazos y tenía las manos llenas de ampollas.

–¿Cómo vas? –me dijo de repente una voz.

No le había escuchado llegar.

–Falta poco –le dije.

–No, yo creo que ya está. Sal de ahí.

Estaba encendiendo un pitillo, que se fumó en silencio. Miraba el horizonte. Yo me eché otro trago de agua. Tenía ganas de sentarme, pero decidí quedarme de pie, allí, al lado de él.

–¿Quieres ganarte otras mil pesetas? –me preguntó.

–Sí, desde luego.

Le echó una última calada al cigarrillo y lo arrojó al hoyo.

–Llénalo de tierra.

Recuerdo que pensé que aquello sería un trabajo menos pesado.