Los manifestantes se detuvieron a unos metros de los policías, que habían permanecido inmóviles, impertérritos, sordos a los insultos. Unos y otros se miraban expectantes, silenciosos. Todos adivinaban lo que iba a ocurrir. Los manifestantes ya habían tratado otras veces de atravesar las cerradas filas de antidisturbios, y el resultado había sido el previsible: gritos, golpes, sangre, carreras, detenciones. El destino ya estaba decidido. Desde mucho tiempo atrás. Unos eran el yunque y otros, el martillo. “¡Adelante, compañeros!”, gritó alguien. Los de atrás empujaron a los que estaban delante, que vacilaban. Y comenzaron los gritos, los golpes, la sangre, las carreras, las detenciones.