Era la imagen de la URSS de los 80: grande, torpe, inexpugnable. Un cosaco gigantesco que no necesitaba sable para infundir terror. Un día dijeron que, cortándose las uñas de los pies con las manos, casi se arrancó el dedo meñique. Se lo arrancó. El periodista que narraba el partido trataba de explicar una leve cojera que no molestaba su estilo de juego, pues, en cualquier caso, Tkachenko tardaba no menos de diez segundos en llegar al otro lado de la pista, si llegaba. Tuvo que aparecer Sabonis para que supiéramos que un pívot no tenía por qué tener los movimientos de un elefante. Ahora, la mayoría de los jugadores de baloncesto parecen sacados de los Harlem Globetrotters.
Todo era más sencillo y hermoso en los 80.