—No, claro que no queremos —le respondimos.
Fuera, se escuchaban ruidos metálicos, voces, gritos espantosos: seguían buscando la manera de entrar. El sargento, tranquilo, mordisqueaba un trozo de pan: estaba jugando con nuestro miedo.
—Entonces, ¿estáis de acuerdo en que tenemos que salir? —dijo por fin.
Sí, no había otra opción: tendríamos que salir, pasar entre ellos, correr, tratar de escapar. Alguno de nosotros no lo conseguiríamos. Yo creí que sería uno de los que lo lograría.
—Tú —me dijo el sargento—, tú serás el primero en salir.
Todos clavaron sus ojos fieros en mí.