Había sido una paliza: el Equipo Rojo había encajado tres goles y no había sido capaz de meter ninguno. Cuando el árbitro pitó el final, los jugadores arrastraron los pies hacia el área que habían estado defendiendo durante la segunda parte: allí esperarían el veredicto.
Los jugadores del Equipo Amarillo, por su parte, estaban exultantes: no se habían limitado a derrotar al hasta entonces equipo campeón, le habían vapuleado.
–¡AHORA COMENZARÁ LA VOTACIÓN DEL JUGADOR MÁS DECISIVO! –anunció en seis idiomas la megafonía del estadio.
Aolebra, lateral derecho del Equipo Rojo, era consciente de que no había hecho un buen partido, pero su misión había sido la más difícil: tratar de frenar a la estrella del Equipo Amarillo. Se dio cuenta de que sus compañeros le evitaban. Sí, él iba a ser uno de los chivos expiatorios. ¡Demonios, nadie hubiera sido esa noche capaz de frenar a Ramyen!
En los seis continentes, cientos de millones de espectadores estaban votando. Algunos lo harían tres, cuatro veces: querían asegurarse que ganara su jugador favorito, aunque esa noche el resultado estaba bastante claro. Ramyen sólo había hecho subir un tanto al marcador, pero había sido un golazo antológico. Sallisac no había podido hacer nada. Es lo que le estaba diciendo a Somar.
–Me dobló los dedos. Fue un trallazo, colega.
–Eso era imparable –decía Somar, que todavía le daba vueltas al penalti que había fallado.
–Y el primer gol… Tuvimos mala suerte. Derf se encontró con la pelota en el suelo y tuvo la suerte de empujarla.
Somar le puso la mano en el hombro a Sallisac.
–Vamos, ánimo. Hemos luchado durante todo el campeonato. La gente lo ha visto.
–¡YA SABEMOS QUIEN HA SIDO EL MEJOR JUGADOR DEL TORNEO! –anunció la megafonía.
Los jugadores se volvieron hacia el videomarcador–. ¡¡EL MEJOR JUGADOR HA SIDO… RAMYEN!!
Comenzaron a repetir el segundo gol, el que Ramyen marcó a dos minutos del final de la primera parte, el gol que acabó hundiendo al Equipo Rojo.
El delantero del Equipo Amarillo se dirigió al centro del campo y recogió el trofeo. Saludó al público. Desde el área del Equipo Rojo, Ivax sintió un nudo en el estómago. Él había obtenido ese trofeo en el anterior torneo, pero en éste no habían dejado de criticarle desde el primer partido. Hasta sintió un poco de temor por lo que pudiera ocurrir en la siguiente votación… No, imposible. Otros jugadores lo habían hecho peor: Aolebra, que había dejado un hueco tremendo en la banda derecha; Somar, empeñado en meter gol para impresionar a su novia; Sallisac, que ya no paraba nada; Serrot, el delantero que no metía goles; Euqip, que había sido expulsado; Ordep, que había fallado un gol cantado en el momento decisivo.
Aolebra contempló el trofeo que exhibía Ramyen. Quizá hubiera debido castigarle más los tobillos. Ohniroum, su anterior entrenador, le habría animado a hacerle faltas continuas a Ramyen. Pero este Euqsobled… ¿Les había dicho que vigilaran las faltas?
–AHORA COMIENZA LA NOMINACIÓN DE LOS TRES PEORES JUGADORES –anunció la megafonía.
Los jugadores del Equipo Rojo se abrazaron, como era costumbre. Dejaron a Aolebra en uno de los extremos.
–Vamos, compañeros, que no lo hemos hecho tan mal –gritó Somar–. No lo hemos hecho tan mal.
El campo estalló en aplausos cuando salió la excavadora. Se dirigió hacia una de las pocas zonas libres del estadio: se llevaban celebrando partidos allí desde hacía más de sesenta años; pronto estaría lleno. Aolebra pensó por unos instantes que bajó sus pies se encontraban decenas de futbolistas ilustres. Jugadores que aparecían en todos los libros de historia.
–¡¡ATENCIÓN!! ¡¡ATENCIÓN!!
Los jugadores del Equipo Rojo sintieron un estremecimiento. La mayoría de ellos habían pasado por la misma situación en otras ocasiones, pero cada vez era tan terrible como la primera.
–LOS ESPECTADORES DE TODO EL MUNDO HAN VOTADO. LOS PEORES JUGADORES DE LA FINAL HAN SIDO… AOLEBRA…, SALLISAC Y… ATAM.
El campo estalló en un escándalo terrible: pitidos, gritos. Los jugadores que habían sido indultados se dirigieron rápidamente a la salida. Aolebra se dio cuenta de que sentía una cierta alegría: ¿creía Sallisac que se iba a librar? Siempre pensó que era un jugador sobrevalorado. Pero, ¿Atam? Le miró: el centrocampista parecía haber sufrido un ataque cataléptico.
Poco a poco, el estadio se fue quedando sin público. Apagaron casi todos los focos. En un extremo, después de que retiraran un trozo de césped, la excavadora había comenzado a sacar paletadas de tierra.
–Hemos hecho todo lo posible, colegas –dijo Sallisac–. Prefiero que me haya sucedido esto en una final que hemos perdido por mala suerte que en cualquier otro partido. Los once merecíamos estar aquí. Los once o ninguno.
Atam no estaba escuchando esas palabras de consuelo. No había parado de repetirse que había jugado como siempre, había jugado como siempre, había jugado como siempre.
–¿Están preparados? –preguntó una voz.
Sólo entonces Aolebra se dio cuenta de que no había marcha atrás. Tendría que haber machacado a faltas a ese maldito Raymen, haberle destrozado la rodilla.
–Vamos.